Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 29 de enero de 2013

Ícono y deshielo



Si nos remitimos únicamente a la información metatextual que el espacio Matadero   (Abierto x Obras) de Madrid introdujo en el dossier de prensa sobre Candela, de los artistas cubanos Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez (Los Carpinteros), el referente básico de esta instalación sería la estructura de madera o metal con la imagen del Che Guevara, derivada de la foto de Korda, que cuelga de la pared del Ministerio del Interior, frente a la Plaza de la Revolución de La Habana.
Sin ese referente, la estilización de la imagen podría atribuirse a cualquier otro ícono –Marx, Lenin, Martí, Camilo…- del socialismo cubano. Los Carpinteros han reproducido, con esa estructura en llamas, la forma del fuego, no el rostro de un líder. Esta disolución de los íconos en la candela podría colocar la instalación en un lugar del arte cubano contemporáneo, diferente al de la hipertextualidad neopop que comentábamos en una entrada anterior, a propósito de la muestra Waiting for the Idols to Fall, curada por Orlando Hernández.
A pesar de la evidente elusión del ícono o del abandono de toda captura literal del mismo, la cita de Guevara –más que la de cualquier otro líder comunista, incluidos Marx y Lenin- adquiere una connotación simbólica, reproductora de sentidos, en el Madrid del invierno de 2013. No sólo porque los artistas sean cubanos –la marca “nacional” se capitaliza, ante todo, desde el gentilicio- sino porque el Che es, hoy por hoy, un ícono mejor instalado en el mercado occidental que Lenin o Marx.
La marca de “lo cubano” no se explota aquí a partir del ícono mismo sino de la condición nacional de los artistas y del título, “Candela”, expresión popular cubana que aludiría, por lo menos, a dos cosas: la “situación complicada” del propio Guevara en medio del capitalismo que simbólicamente lo procesa y "la candela" que el ícono anticapitalista sigue representando en la crisis global de hoy.
Los Carpinteros han instalado su figura en llamas en un antiguo frigorífico, que se incendió, por lo que el choque de los elementos otorga a la obra mayor espectacularidad. La candela es, al final, una transmutación, un paso del hielo al fuego que descongela la experiencia del espectador. Un deshielo tan aplicable al capitalismo europeo como al comunismo cubano. 
              

domingo, 27 de enero de 2013

Dulce sensatez



Se requiere de una mezcla precisa, no desmesurada, de lucidez y estilo para convertir una obra ensayística, no en un puñado de volúmenes diversos, sino en una serie editorial. Los ensayos de Montaigne fueron eso y colecciones como El Espectador de José Ortega y Gasset o las Iluminaciones, el título que sus editores dieron a algunos textos de Walter Benjamin, serían dos antecedentes célebres.
El escritor mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez ha logrado esa mezcla precisa con el segundo volumen de Andar y ver (El Equilibrista, 2012). El primer Andar y ver (2005), también publicado por El Equilibrista, ya insinuaba las virtudes de un prosista que glosa todo tipo de documentos: una película y un cuadro, un poema y una novela, la retórica de un político o el pensamiento de un filósofo.
En este “segundo cuaderno” –así le llama Silva-Herzog, como si se tratara más de un poemario o una bitácora que de un libro de ensayos- esas virtudes se afinan aún más. Como en Ortega o Benjamin, esta es la prosa de un caminante que observa y anota, un espectador atento a los detalles de la cultura que se produce a su alrededor. Detalles que el paseante no transcribe sino que reimprime en la página.
A Silva-Herzog le interesan cosas como la diferencia radical entre dos filmes de Sam Mendes, Revolutionary Road y Away We Go, las relecturas de Marx y Darwin en la fotografía de Sebastiao Salgado, los poemas escritos con “lápiz roto” de Eugenio Montejo, la idea de la poesía en Bentham y Mill,  el “pasado anterior” de Salvador Elizondo o la “tiranía del contorno” en Fernando Pessoa.
El verdadero desafío de una prosa como esta es la preservación de un talante en medio de la dispersión, de una mirada entre tanta curiosidad. La clave de la escritura de Silva-Herzog está en el “ver”, que es la cualidad que destila lo mucho que se "anda". Un ver que agrega dulzura a la inteligencia, que estiliza tiernamente el universo que circunda al andante.  

viernes, 25 de enero de 2013

La crítica como privilegio y como derecho



Quien, con paciencia y hasta resignación, se proponga recorrer todo el periodismo autorizado -impreso, televisivo, radial, cinematográfico y, en la última década, electrónico- hecho en Cuba en los últimos 52 años por lo menos, no encontrará una crítica, por ponderada o sutil que sea, a la institución del partido comunista único y a los liderazgos de Fidel y Raúl Castro. El Partido, Fidel y Raúl han sido y son las tres grandes interdicciones de la esfera pública cubana.
Pero ni siquiera un límite tan perdurablemente construido es eterno. Dos libros recientemente editados en la isla, Espejos. Una historia casi universal (2011) de Eduardo Galeano, publicado por Casa de las Américas, y el volumen colectivo Por un consenso para la democracia (2012), editado por la revista católica Espacio Laical, avanzan cuidadosamente en la transgresión de esos interdictos.
En el citado libro de Galeano, se puede leer una entrada, titulada “Fidel”, en la que el escritor uruguayo intenta hacer un juicio equilibrado del líder histórico de la Revolución Cubana. La segunda parte de ese juicio, que se presenta como concluyente, es laudatoria y persiste en casi todos los tópicos del irrefutable culto a la personalidad de Castro en Cuba y en la izquierda latinoamericana menos crítica.
Dice Galeano que “no fue por posar para la historia que (Fidel) puso el pecho a las balas cuando vino la invasión”, que “enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán”, que “sobrevivió a 637 atentados”, que su “contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria” o que “no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria (Cuba) pudo sobrevivir a diez presidentes de Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor”.
La primera parte del escrito de Galeano, sin embargo, antes de sus múltiples peros, es, en La Habana o en Montevideo, una crítica al autoritarismo de Fidel Castro:

“Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como Granma, ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces. Y en eso sus enemigos tienen razón”.

Si el texto de Galeano, en la editorial de la revista Casa de las Américas, con todos sus peros, avanza en la crítica al liderazgo de Fidel Castro, el volumen editado por la revista Espacio Laical, se acerca al cuestionamiento del partido único. Sobre todo en las contribuciones de Roberto Veiga González, Armando Chaguaceda, Lenier González, Julio César Guanche y Víctor Fowler la crítica al Partido Comunista de Cuba se mueve entre la reforma del mismo y la búsqueda de nuevas vías de institucionalización del pluralismo político.
Hay, sin embargo, una diferencia notable en el estatuto de ambos avances de la crítica. El primero, el de Eduardo Galeano, es un avance de la crítica como privilegio. A Galeano, como antes que a él, a Mijaíl Gorbachov, Juan Pablo II, James Carter, Benedicto XVI y otras celebridades extranjeras, de visita en la isla, se le concede el privilegio de criticar, por su calidad de amigo de la Revolución Cubana,  en este caso, desde la izquierda latinoamericana.
En el segundo caso, el de los autores del volumen Por un consenso para la democracia (2012), se trata, más bien, de la conquista de un derecho. Una libertad ganada que, de no contar con el respaldo de una editorial de la Iglesia Católica, tampoco habría podido salir de la imprenta. Vale la pena confirmar, una vez más, el hecho de que dos de las plataformas ideológicas desde las que avanza la crítica pública, en Cuba, son la izquierda latinoamericana y el nacionalismo católico.  

miércoles, 23 de enero de 2013

¿Hay ocaso para los íconos?


El crítico cubano Orlando Hernández cura una exposición en la galería The 8th Floor de Nueva York, que lleva por título Waiting for the Idols to Fall. En un texto que escenifica el eje conceptual de su proyecto, reproducido en el sitio Cuban Art News, Hernández se pregunta si es posible, en el arte contemporáneo, el abandono de representaciones de íconos o ídolos que encarnan pesados significantes. En este caso, el significante abrumador de "lo cubano".
En un momento del texto, Hernández parece sugerir que los artistas más jóvenes de la isla ya no se hacen la pregunta por la representación de "lo cubano". Sin embargo, la muestra que él mismo ha curado y la conclusión de su texto apuntan a que aunque no se hagan la pregunta, los artistas jóvenes no dejan de apelar al registro obsesivo de íconos e ídolos de una condición -más que de una "identidad"- nacional: el Castro pantócrata de José Toirac, la interrogada Virgen de la Caridad de Alejandro Aguilera, el pasaporte imaginario de Abel Barroso, la memorabilia pesadillesca de Pedro Álvarez.
La fórmula de una representación de "lo nacional", a la espera de la caída definitiva de sus ídolos, no pasa de ser una ingeniosa salida retórica a un dilema -o un estancamiento- que merecería una crítica más a fondo. Desde los 80, en el arte cubano se da por sentado que cualquier representación de íconos e ídolos de lo nacional es irónica o hipertexual. Tanto tiempo invertido en el mismo gesto acaba por domesticar las energías críticas que le daban sentido en lo que podríamos llamar la primera o la alta "postmodernidad cubana".
Habría que preguntarse, incluso, si en la actual fase frenética del mercado de la imagen, esa noción típicamente moderna de un "ocaso de los ídolos" o un "crepúsculo de los dioses" tiene vigencia. El afán de Bacon -el filósofo o el pintor- o de Nietzsche, de confrontar especulativamente los "ídolos de la tribu", hoy es visto como una decadente afición ilustrada, como otra voluntad de dominio más, en este caso, del saber, expresada en la aspiración de un "filosofar a martillazos".
En el actual mercado de la imagen, hay sitio para el reciclaje de todos los íconos. Sobre todo de aquellos íconos que, como podrían ser los rostros un héroe popular -Bolívar y Messi, Evita y Shakira, el Che Guevara y Cristiano Ronaldo-, son ídolos que devienen marcas. La pregunta que se impone, y que sugiere Orlando Hernández, es si el ineludible expediente de la representación de ídolos e íconos -siempre en pie, nunca caídos-, como emblemas de una condición nacional, no se acerca ya a una suerte de nacionalismo postcrítico, a una yuxtaposición entre el arte plástico y la mercadotecnia turística.      

lunes, 21 de enero de 2013

¿Qué es un intelectual?


No he leído el libro póstumo de Tony Judt, Pensar el siglo XX (2012), como un tratado histórico más o, siquiera, como un manifiesto sobre el arte de pensar y escribir historia a principios del siglo XXI. Lo he leído como el testamento de un intelectual público, que sigue creyendo en su rol, a pesar de las tantas idolatrías adversas que lo rodean en la esfera pública contemporánea.
Hay quienes, de buena o mala fe, no entienden la función de un intelectual público. Lo curioso es que utilizan los mismos medios -un artículo de opinión, un libro de ensayo, una entrevista periodística o una diatriba electrónica- para atacar esa opción moderna. En el fondo, muchos de los enemigos del intelectual público no son más que otros intelectuales públicos que, en su excesiva confianza ante lo que creen que es la decadencia de un rol moderno, prefieren autodenominarse de otra manera.
En este libro Judt parece dar una última batalla contra esas idolatrías. Contra los que no entienden que la historia no es una ciencia social pura, regida por férreos principios de objetividad, importados de las ciencias naturales y exactas. Los neopositivistas, de ascendencia darwiniana o marxista, que jamás asimilaron al Fernand Braudel de La historia y las ciencias sociales o, mucho menos, al Peter Burke de Formas de hacer la historia.
Pero Judt da también una última batalla, casi testimonial, contra los academicistas que, dentro o fuera de la Academia -también hay filoacadémicos y neopositivistas en periódicos y blogs-, y precisamente por comprender que la historia no admite "verdades objetivas", sostienen que el historiador no debe adoptar posiciones ideológicas y políticas. Los enemigos de toda politización, los guardianes de la neutralidad, los perennes avergonzados de cualquier exposición pública, los que piensan que el intento genuino de articular deseos y realidades, hechos y expectativas es mesiánico o demagógico.
Contra unos y otros, escribe Judt, mostrando, en primer lugar, su yo, la biografía de sí mismo. Cada uno de los arquetipos de este libro -el "interrogador judío", el "escritor inglés", el "marxista político", el "sionista de Cambridge", el "homme de lettres francés", el "liberal de Europa del Este", el "historiador europeo" y el "moralista estadounidense"- es una faceta de la vida de Judt. Él fue todos esos personajes sin dejar de ser el mismo: un intelectual público socialdemócrata.
Es admirable cómo después de vivir y, sobre todo, contar tantos horrores - dos guerras mundiales, fascismo, holocausto, comunismo, Guerra Fría, Muro de Berlín, represión de disidentes, macarthysmo, Guerra de Viet Nam, neoconservadurismo, terrorismo, 11 de Septiembre, descalabro financiero...-, Judt se atreve a mantener la fe en lo que llama, invirtiendo la conocida fórmula de Hannah Arendt, "banalidad del bien". Fe en modo alguna religiosa, fe escéptica, pero fe al fin.
La socialdemocracia no es mero credo para Judt: es una ideología política construida a partir de una lectura crítica de la historia del siglo XX. Hay en ese criticismo herencias del pensamiento liberal y, también, del marxista, que se hacen acompañar de un humanismo de clara raíz judeocristiana. A pesar de estos ascendentes espirituales y del espesor moral que los acompaña, Judt defiende de manera laica y secularizada la vigencia de las grandes ideologías modernas del siglo XX -especialmente, de la socialdemocracia- y rechaza el mito del fin de las ideologías, aceptado, desde sus cuatro puntos cardinales, por el avasallante antintelectualismo contemporáneo.

       
    



domingo, 20 de enero de 2013

De la cienciología y otras patrañas











Lawrence Wright ha escrito un libro desmenuzando, una por una, las tomaduras de pelo del culto de la "cienciología". Michael Kinsley, el editor de The New Republic, lo ha reseñado elogiosamente. La nómina de actores, productores y directores de Hollywood embarcada en esa patraña es abultada. Con esas supersticiones, Hollywood pasa, de fábrica de fantasías a meca de los idólatras. Hollywood, como Roma de la actual decadencia de Occidente.
No debería extrañar que la proliferación de cultos "new age" sea tan notable en un país secularizado y, a la vez, de fuertes tradiciones religiosas, como Estados Unidos. La religiosidad -cualquier religiosidad- es, hoy por hoy, la envoltura espiritual de todos los poderes. Lo es del poder de Putin en Rusia y del poder de Chávez en Venezuela. Lo es, incluso, del menguante poder del anciano Fidel Castro -¿alguna vez fue realmente marxista?-, quien en diálogo con el conspirólogo Daniel Estulin, da crédito a las peores supercherías del mundo contemporáneo.

viernes, 11 de enero de 2013

La realidad del cliché





La más reciente novela cubana de William Kennedy, Changó’s Beads and Two-Tone Shoes (Penguin Books, 2011), es una sucesión ininterrumpida de los lugares comunes sobre Cuba y los cubanos que se han reproducido, por más de medio siglo, en los sectores liberales más simplones de la opinión pública norteamericana. Estereotipos que encapsulan rígidamente visiones sobre la sociedad, la cultura y la historia contemporánea de Cuba. Tópicos que, a fuerza de reproducirse mecánicamente, ya se confunden con la realidad.
Dedicada a Norberto Fuentes y Natalia Bolívar y armada a partir de conversaciones con Fidel Castro, Gabriel García Márquez, Alfredo Guevara, Max Lesnick y Eloy Gutiérrez Menoyo, entre otros, la novela cuenta la historia de Daniel Quinn –alter ego del propio Kennedy-, un joven periodista norteamericano que viaja a La Habana en 1957, con el propósito de entrevistar a Fidel Castro y contar la historia de la Revolución Cubana.
En la Habana, Quinn conoce a Renata, una bella joven de clase alta, que trabaja en el Museo Nacional de Bellas Artes, quien se convertirá en su esposa. Mientras la primera parte de la novela transcurre en La Habana revolucionada de fines de los 50, la segunda sucede en Albany, New York, donde reside la pareja, en los días previos y posteriores al asesinato de Robert Kennedy.
Si la parte cubana de la novela es un lugar común detrás del otro –Hemingway borracho en El Floridita, Batista asaltado en Palacio, los románticos barbudos de la Sierra Maestra, las mulatas sensuales, la santería turística y el confort blanco y burgués del Vedado y Miramar-, la parte norteamericana no se queda atrás: el movimiento por los derechos civiles, el conflicto racial, la guerra de Viet Nam, los maravillosos  Kennedy.
La novela conforma, entonces, un díptico de clichés. Lugares comunes hermanados por las élites decadentes de ambos países. No encontrará el lector aquí creativas pesquisas del mundo cubanoamericano, como las que hemos leído en un historiador como Louis A. Pérez o en un escritor como Gustavo Pérez Firmat. Estados Unidos y Cuba se tocan aquí, si se tocan, como realidades ajenas y unidimensionales: la isla mágica del Caribe y la Costa Este liberal, el país de los Castro y el país de los Kennedy.