En uno de los capítulos de Tumbas sin sosiego (2006), dedicado a Heberto Padilla, comenté la
postulación de la Historia, con
mayúscula, como personaje central de una imposible tragedia cubana, expuesta en
el poemario Fuera del juego (1968). Una
relectura del cuaderno de Padilla, en estos días, me advierte que otro de los
personajes centrales de esa poesía fue la guerra o, específicamente, la guerra
nuclear.
Padilla escribió casi todos los poemas que reunió en ese
libro a mediados de los 60, luego de su regreso de Moscú. Sin embargo, sus
múltiples alusiones a la guerra nuclear tenían como trasfondo histórico no sólo
la carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética sino la mayor
aproximación a un escenario de conflagración atómica mundial, vivido en
aquellas décadas, que fue la crisis de los misiles de octubre de 1962.
Como muchos otros escritores de su generación, Padilla vivió
de cerca aquel conflicto. En el otoño del 62 era corresponsal de prensa en la
Unión Soviética y debió haberse familiarizado con los detalles diplomáticos y
militares de la tensión. En varios poemas del cuaderno, como “El discurso
del método”, “La sombrilla nuclear” –una áspera conversación imaginaria con
Roberto Fernández Retamar-, “Estado de sitio” o “El abedul de hierro”, Padilla
refiere la posibilidad o la realidad de una guerra nuclear.
En ninguno de esos poemas, la decisión de ir a ese tipo de
guerra, que no sólo destruiría a Cuba sino al hemisferio
occidental, se atribuye a alguien en específico. El apocalipsis era, para
Padilla, una realidad de la Guerra Fría, tan posible como la llegada del primer
cosmonauta a la Luna. Aún así, un lector atento a todo el cuaderno podía saltar
de alguno de esos poemas al titulado, por ejemplo, “Sobre los héroes”, y
derivar sentidos sumamente peligrosos.
En cualquier caso, Padilla, a diferencia de la mayoría de los escritores de su generación, comprendió que la guerra nuclear implicaba un dilema moral, toda vez que con la elección racional de la misma se estaba decidiendo la desaparición, ya no de un pueblo entero, sino de buena parte de la humanidad ¿Podía jugarse de manera inconsulta con esa posibilidad? ¿Quiénes arbitraban ese juego que, como el gran juego del poder, dejaba fuera al poeta?
Cualquier lector poco ingenuo llegaría a la interpretación
de que los héroes, esas criaturas que “no dialogan”, que “planean con emoción la vida
fascinante de mañana”, que “nos ponen delante del asombro del mundo”, que “nos
otorgan incluso su parte de Inmortales”, que “batallan con nuestra soledad y
nuestros vituperios” y que “modifican a su modo el terror”, podían también
“imponernos la furiosa esperanza” de la guerra nuclear.