Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 3 de noviembre de 2015

¿Dictadura o tiranía?






Hace sesenta o setenta años los intelectuales latinoamericanos sabían distinguir una dictadura de una tiranía. Habían leído la distinción en el Hierón de Jenofonte o en el minucioso estudio que le dedicó Leo Strauss o en los comentarios que Alexandre Kojeve hizo al ensayo de Strauss. El importante historiador mexicano Daniel Cosío Villegas, creador del concepto y la colección de Historia Mínima en El Colegio de México, utilizaba el deslinde entre tiranía y dictadura para referirse a los regímenes políticos de América Latina, en 1950. Decía Cosío que entonces en Latinoamérica:

"La democracia consistía, más que nada, en un mínimo de libertad personal y en un mínimo de libertad pública, y la falta de una de esas dos libertades, o de ambas, justificaba la aplicación del término tiranía, cuando no el de dictadura. El primero es el abuso o la imposición de un grado extraordinario de cualquier poder o fuerza; el segundo se aplica cuando un gobierno, invocando el interés público, ejerce sus poderes públicos fuera de las leyes constitucionales del país".

Cosío escribía dos años antes del golpe del 10 de marzo de Fulgencio Batista contra Carlos Prío Socarrás y aseguraba que Cuba, como México o Uruguay, era "inmune a la tiranía". No sé si llegó a escribir sobre el régimen de Batista pero si lo hizo seguramente lo consideró una dictadura, no una tiranía, al igual que Gastón Baquero y Jorge Mañach, desde diferentes perspectivas, en una conocida polémica en el Diario de la Marina, que gloso en mis libros Tumbas sin sosiego (2006) y Motivos de Anteo (2008). Cuando los jóvenes revolucionarios cubanos de los 50 insistían en llamar "tiranía" al régimen de Batista subordinaban el rigor conceptual a la propaganda política.
Lo mismo hacen hoy quienes ponen en duda que el régimen de Batista haya sido una dictadura y persisten en utilizar ese concepto, equivalente al de régimen autoritario -no totalitario-, para referirse al comunismo cubano. Si utilizaran las palabras "tiranía" o "despotismo", que lamentablemente han entrado en desuso, serían más precisos, aunque dudo que más eficaces. Los regímenes comunistas no han sido nunca dictaduras y, sólo en un caso, el norcoreano, introdujeron un claro formato de sucesión dinástica. Un régimen comunista no suspende una constitucionalidad previa, para gobernar con poderes emergentes, sino que crea un nuevo orden constitucional, de acuerdo a una ideología de Estado. Es, por tanto, algo más parecido a una tiranía que a una dictadura.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Trotsky, Rorty y las orquídeas silvetres

Richard Rorty (1931-2007) fue uno de los filósofos norteamericanos mejor instalados en el debate modernidad-postmodernidad y uno de los protagonistas de las guerras culturales de Estados Unidos, entre los años 70 y 90. Sus libros La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979) y Contingencia, ironía y solidaridad (1989), escenificaron la apuesta por un cuestionamiento paralelo del absolutismo y el relativismo en la comprensión del conocimiento y el lenguaje. En aquellas décadas, en las que muchos intelectuales y académicos de Estados Unidos, renegaron de sus orígenes socialistas, y derivaron hacia un neoconservadurismo ramplón, Rorty se mantuvo fiel a su intento de poner a dialogar a Hegel y a Proust.
En un espléndido ensayo autobiográfico, "Trotsky y las orquídeas silvestres", escrito en los 90, Rorty recordaba como aquella posición intermedia le ganó ataques constantes de la izquierda y la derecha. Contaba el filósofo que sus padres habían sido trotskistas en los años años 30, que habían apoyado al importante filósofo pragmatista y liberal, John Dewey, en la comisión internacional que investigó los crímenes que Stalin adjudicaba a Trotsky, especialmente el de ser cómplice del nazismo, y que exoneró al líder bolchevique. En buena medida podría afirmarse que la filosofía de Rorty fue tan hija del extraño maridaje entre Hegel y Proust como del fascinante encuentro entre Dewey y Trotsky.
La pasión de Rorty por las orquídeas silvestres, que coleccionó en los bosques de New Jersey y que clasificó con la ayuda de los manuales de botánica del siglo XIX, que consultaba en la Public Library de la Quinta y la 42, es una metáfora de aquella colocación más acá de cualquier extremo filosófico y político. Una orquídea silvestre, pensaba Rorty, es una criatura rara, única e irrepetible, cuyo hallazgo obliga a la preservación y el cariño. Dar con una orquídea salvaje es entregarse al "conocimiento y cuidado de uno mismo" de que hablaba Michel Foucault. Un sentimiento de obligación y responsabilidad que produce una inversión de roles: no eres tú quien encuentra la planta, es ella quien te elige.
La lección de Rorty tiene que ver con esa lealtad a sí mismo. Por eso, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, no renegó de su socialismo juvenil y transitó hacia el liberalismo sin pasar por el anticomunismo. Al fin y al cabo el anticomunismo no es más que una reducción y una distorsión del liberalismo, que fosilizó a muchos conservadores en los marcos interpretativos de la Guerra Fría. En los 90, con más de 60 años, Rorty lamentaba no haber terminado de leer la Historia de la Revolución rusa (1932) de Trotsky, un ensayo histórico que sostenía que la Revolución rusa no había sido una sino dos revoluciones: la de febrero y la de octubre de 1917. Dos revoluciones en una, que Trotsky narró siguiendo el modelo de la gran historiografía liberal francesa del siglo XIX, de Michelet y Tocqueville, que tanto admiraba.
No sé si Rorty llegó a leer la Historia de Trotsky antes de morir en 2007. No encuentro en su obra tardía referencias a ese texto de Trotsky, más allá del ensayo citado. Si lo hizo seguramente confirmó su intuición de que Trotsky y los bolcheviques habían sido injustos con Kerensky y los demócratas y liberales rusos que respaldaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria en febrero del 17. Pero no creo que su crítica al bolchevismo lo llevara al error de equiparar todos los socialismos con el comunismo o el estalinismo o a desprenderse del concepto insustituible de revolución, en tanto arco histórico que va de la destrucción a la construcción de un nuevo orden social.

domingo, 25 de octubre de 2015

Sala de lectura

En Iconocracia, Iván de la Nuez propuso una manera de pensar las imágenes del poder en una treintena de fotógrafos cubanos contemporáneos. Las observaciones del crítico cubano podrían extenderse a buena parte de las artes visuales de la isla y la diáspora, donde se estaría evidenciando una política de la representación en la que los símbolos del poder, al ser leídos como "íconos", son remitidos a una zona cultural donde no rigen la obediencia o el respeto sino el juego, el hastío o la impugnación.
En el texto para el catálogo de la muestra de Los Carpinteros (Dagoberto Rodríguez y Marco Castillo) en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), De la Nuez ofrece otra variante de la misma idea, al sugerir una estética del "desastre" que opera por medio de la "cosificación" o la "objetualidad". El proceso de documentación, dice De la Nuez, reside en ese trato familiar con el objeto, equivalente a la metamorfosis del símbolo en ícono, que observamos en las artes cubanas.
Me ha llamado la atención, repasando el catálogo de la muestra en Monterrey, esa política de la representación -más que la representación de lo político o del poder mismo, que demanda la crítica más chata o panfletaria-, en la serie de panópticos o "salas de lecturas", inspiradas en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Habría en esas piezas un proceso sumamente sofisticado de documentación, que implicaría el derecho penal y la arquitectura penitenciaria de Jeremy Bentham, pero también la conocida interpretación de esa idea, cómodamente incorporada, por cierto, al canon legal de la Revolución Francesa, de Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975).
El Presidio Modelo, además de perfecto lugar de encierro, incluso, de encierro de alemanes y japoneses durante la Segunda Guerra Mundial -una especie de Guantánamo de aquella época- fue siempre, desde los tiempos de Pablo de la Torriente, sala de lectura. Allí escribió Rafael García Bárcenas su Redescubrimiento de Dios. (Una filosofía de la religión) (1956), texto clave para Jorge Valls y algunos políticos católicos de su generación.
Y allí hizo Fidel Castro algunas lecturas importantes para la construcción de su régimen en Cuba, como la Guía de la política moderna (1937) del socialista G.D.H. Cole, la Historia de las doctrinas políticas (1932) del fascista Gaetano Mosca y, sobre todo, los libros del psicólogo español, Emilio Mira y López, Instantáneas psicológicas (1943) y Problemas psicológicos actuales (1947), en los que se hacía un análisis de la conducta revolucionaria. El revolucionario, según Mira, respondía a un perfil fisio-psicológico determinado, que podía inducirse y entrenarse.
Mira y López, por cierto, un republicano español que se exilió y que, luego de peregrinar por Princeton, Yale, Cuba, Chile, Argentina y Uruguay, finalmente se asentó en Río de Janeiro, también hizo incursiones en la psicología jurídica y penal. Sus libros proponían pruebas o tests psicológicos, inmunes a la manipulación o el "fraude" del sujeto, que a partir de 1964 serían utilizados por la dictadura militar brasileña que derrocó a Joao Goulart.


jueves, 22 de octubre de 2015

Herbert Marcuse y el concepto de totalitarismo

En un post de hace algunos años, en el que comentábamos las lecturas que Hannah Arendt hizo de Marx, decíamos que el marxismo occidental había tenido graves problemas para asimilar el concepto de totalitarismo. La observación me sigue pareciendo válida, aunque habría que hacer una excepción con Herbert Marcuse. En un libro fascinante, Soviet Marxism. A Critical Analysis (1958), que editó Columbia Universiy Press, Marcuse utilizaba el concepto, aunque asociándolo estrictamente con el estalinismo, es decir, recurriendo al tópico de separar tajantemente el periodo leninista de la Revolución Bolchevique del posterior, hasta la muerte de Stalin o el XX Congreso del PCUS:

"En vista de la permanencia de estos elementos principales del marxismo soviético a lo largo de su desarrollo, debemos preguntarnos si existe una "ruptura" entre el leninismo y el stalinismo. Las diferencias entre los primeros años de la Revolución Bolchevique y el Estado estalinista, totalmente desarrollado, son obvias: crecimiento constante del totalitarismo y de la centralización autoritaria; crecimiento de la dictadura, no del proletariado, sino sobre el proletariado y los campesinos. Pero si la ley dialéctica de la conversión de la cantidad en calidad ha sido alguna vez aplicable, lo fue precisamente en la transición del leninismo al estalinismo".

Marcuse escribía en pleno deshielo y en medio de las críticas al terror y el culto a la personalidad en las izquierdas marxistas. Pero su enmarcación del totalitarismo en el periodo estalinista no implicaba, a su juicio, que el Estado soviético dejara de ser totalitario después del XX Congreso del PCUS. Para reafirmar su hipótesis, que podía desdibujarse en una lectura apresurada de la última parte de su libro, escrita en plan de diálogo con varios marxistas soviéticos, Marcuse escribió un "Epílogo", a la edición de 1963, en el que comentaba, por cierto, la Crisis de los Misiles y mencionaba a Cuba. En aquel epílogo, hablaba Marcuse del "persistente vigor del capitalismo organizado y del persistente totalitarismo en la sociedad soviética", como "tendencias interdependientes".
El libro, por lo visto, se tardó en aparecer en español. La primera edición en castellano la hizo Revista de Occidente en Madrid, en 1967, y luego lo rescató, en 1969, Alianza Editorial. El impacto en la izquierda iberoamericana de esta tesis sobre el marxismo soviético debió ser tardío o desfasado, ya que para entonces, el propio Marcuse estaba involucrado en la plataforma teórica de la Nueva Izquierda. Una de las constantes de Marcuse en aquel libro, la distinción entre la teoría marxista, incluso la teoría marxista soviética, y el comunismo o el totalitarismo como orden social o régimen político, sigue siendo difícil de entender por muchos, en la propia izquierda iberoamericana y en los estudios culturales académicos, especialmente en Estados Unidos, donde se lee muy poca historia y teoría políticas.

miércoles, 21 de octubre de 2015

¿Qué fue el comunismo?

A grandes rasgos podrían detectarse dos maneras de pensar el comunismo en el debate teórico contemporáneo: la que propone la filosofía neomarxista (Zizek, Badiou, Ranciere, Buck-Morss, Bosteels, Groys...) y la que predomina en la historia política (Francois Furet, Robert Service, Richard Pipes, Orlando Figes, David Prietsland, Archie Brown o, incluso, Eric Hobsbawm...). Según la primera, el comunismo es, sobre todo, una idea o una tradición ideológica y comunitaria transhistórica, que nace mucho antes del surgimiento de la URSS y que subsiste, aún, en nuestros días. Según la segunda, el comunismo fue una experiencia política concreta y delimitada en el tiempo, circunscrita al orden, el sistema o el régimen creados en la Unión Soviética, China, Europa del Este y demás países incorporados a la vía "socialista" en Asia, África o el Caribe, es decir, Cuba, o a las corrientes de la izquierda orientadas en esa dirección, aunque no llegaran al poder.
Por ejemplo, en el libro de David Prietsland, The Red Flag (2009), se estudian todos los sistemas que produjeron una estatalización de la economía y de la sociedad civil y un régimen de partido único e ideología de Estado "marxista-leninista", incluido, naturalmente, el cubano. En otro libro, The Rise and Fall of Communism (2011), de otro historiador, Archie Brown, lo mismo: la historia del comunismo es la historia de todos movimientos, partidos, líderes o ideologías que se encaminaron o intentaron encaminarse hacia la construcción de un Estado con esas características. El concepto básico en esas historias es "comunismo", así entendido, no totalitarismo, aunque la mayoría de los autores da por descontado que todo comunismo es un totalitarismo. Cuando esos historiadores usan el término "socialismo" es evidente que se refieren a ese tipo de "socialismo real" y no a la socialdemocracia o a cualquier otra variante socialista. Tampoco se trata del "estalinismo", porque éste enmarca la experiencia comunista, únicamente, en el periodo de Stalin, después de Lenin y hasta 1953 o 1956. Es evidente que hubo y hasta hay comunismos después de esas décadas y fuera del entorno geográfico más inmediato de Rusia o Europa del Este.
En mis libros me inclino más claramente por la idea del comunismo de los historiadores, aunque también leo a los filósofos neomarxistas y, de algún modo, entiendo su afán por colocar la tradición comunista en una duración más larga, que les permita defender alguna opción comunista en el presente. Entre esos filósofos hay uno que ha intentado, por cierto, mezclar ambas maneras de entender el fenómeno. Me refiero a Boris Groys, quien en La posdata comunista (2015), publicada hace años en Suhrkhamp y rescatada recientemente en español por Cruce Casa Editora, en Buenos Aires, sostiene que el comunismo es un fenómeno político del siglo XX, incomprensible sin la experiencia "soviética" -no únicamente "estalinista"- y que, a pesar de ello, no está definitivamente cancelado en el siglo XXI.
En síntesis podría concluirse que la idea del comunismo de los historiadores es sumamente crítica, por no decir negativa, mientras que la de los filósofos busca salvar elementos del pasado comunista. Cuando un historiador escribe sobre el comunismo está obligado a describir el orden social, la estrategia económica aplicada por el Estado o el régimen político de tipo totalitario construido. Es muy difícil que esa descripción conlleve algún tipo de exaltación de la experiencia comunista, con independencia del país en cuestión. En la historia política académica, predominante en Occidente, la noción de comunismo es altamente crítica por no decir peyorativa. De ahí que sorprenda que, todavía hoy, a pesar de todo lo escrito sobre el tema desde Furet hasta Brown, haya quien piense que el estatuto del concepto de "comunismo" en la academia occidental es positivo.

martes, 20 de octubre de 2015

Cuatro juicios sobre el totalitarismo cubano

En el ensayo "Políticas invisibles" (Revista Encuentro, 1996), recogido en mi libro El arte de la espera. Notas al margen de la política cubana (Madrid, Colibrí, 1998), reeditado en Hypermedia en 2015:

"Supongo que la invisibilidad de la política oficial en Cuba está relacionada con la génesis del totalitarismo. Como en todo régimen totalitario, la Revolución Cubana se propuso clausurar el espacio público y suprimir la política en tanto esfera de derechos. Si el pueblo había llegado al gobierno, entonces ya no eran necesarios el Congreso, ni la prensa, ni las libertades públicas, ni el habeas corpus, ni la autonomía universitaria, ni la separación de poderes, ni los partidos... Todos aquellos mecanismos de representación que garantizaban el vínculo entre el pueblo y el gobierno eran desechables desde el instante en que ese pueblo y ese gobierno se acoplaban herméticamente, desde el momento en que la Nación y el Estado, la sociedad civil y la sociedad política se fundían para siempre. Era, por tanto, el fin de la política y, sobre todo, el fin de lo político". (p. 188)

En Tumbas sin sosiego (Barcelona, Anagrama, 2006):

"Como toda cultura o nación polarizada por una guerra civil o por un régimen totalitario -piénsese en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX o en España a mediados del XX, en la Alemania posthitleriana o en la Rusia post-soviética-, Cuba parece haber llegado a ese momento en que el conflicto se proyecta sobre la memoria y los herederos de uno y otro bando entablan discordia en torno a la reconstrucción del panteón nacional. La situación es semejante a aquella "pesadilla de los muertos en el cerebro de los vivos" de que hablaba Marx..., o, más específicamente, al fenómeno que describe Elias Canetti en Masa y poder, a propósito de la mentalidad del sobreviviente" (p. 15)

En La máquina del olvido (Madrid, Taurus, 2012):

"... la escasa difusión que ha tenido el pensamiento neomarxista en el campo intelectual cubano de las dos últimas décadas. Para muchos se trata de una contradicción, dado que en Cuba gobierna un Partido Comunista único y su ideología de Estado se define oficialmente como "marxista-leninista y martiana". Pero, como sabemos, la escasa resonancia de esa corriente teórica en la isla tiene que ver con el hecho de que algunos de sus autores son muy críticos con la experiencia comunista del siglo XX y con los regímenes totalitarios de partido único e ideología de Estado". (p. 149).

En el ensayo "La democracia postergada", incluido en el libro coordinado por Velia Cecilia Bobes, ¿Ajuste o transición? Impacto de la reforma en el contexto del restablecimiento de relaciones con Estados Unidos (México D.F., Flacso, 2015):

"A veinticinco años de la caída del Muro de Berlín es posible concluir que en Cuba no se produjo una transición a la democracia desde el comunismo. Lo que queda todavía por dilucidar es qué tanto ha cambiado, ya no el régimen político, sino la sociedad, como para cuestionar la idea de una transición desde el comunismo. En otras palabras, qué tanto ha avanzado, en las relaciones entre la sociedad y el Estado, una nueva lógica post-totalitaria -aunque el régimen político siga intacto- como para mantener viva la expectativa del tránsito. En Cuba, como en China o en Viet Nam, podría estarse dando la paradoja de una mutación del antiguo régimen, por medio del capitalismo autoritario de Estado, que desmonta el escenario de la transición". (p. 146).




miércoles, 14 de octubre de 2015

Acosos a la catedral de Frankfurt

Es curioso que la ciudad que produjo la última de las escuelas filosóficas de la crítica a la modernidad, en el siglo XX, esté siendo sometida a una modernización de su Centro Histórico, que, en nombre de la "armonía entre lo viejo y lo nuevo", hace cada vez menos visible la ciudad antigua que sobrevivió a la gran renovación arquitectónica y urbana de los años 70 y 80. Quien visite Frankfurt, hoy, verá el barrio de Römerberg y el Kaiserdom, o catedral del emperador o catedral de San Bartolomé, y la iglesia de San Nicolás, más enredados aún en una estructura hipermoderna que los cerca, aunque sin absorberlos del todo.
Cuando se construyó la Schirn Kunsthalle en la primera mitad de los 80, el edificio, que arrancaba desde la plaza central de Römerberg y tocaba, casi, la vieja catedral gótica, simbolizó el sentido más profundo de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, desde Adorno y Horkheimer hasta Marcuse y Habermas, que apostaba por un cuestionamiento de la racionalidad instrumental del capitalismo, sin abandonar el diálogo entre emancipación y progreso heredado de la Ilustración. Era aquella una idea de modernidad hechizada, como la que todavía puede leerse en la última obra de Richard Rorty o Zygmunt Bauman.
Aquel último aliento de la Escuela de Frankfurt, que surgió en buena medida, como respuesta a las versiones más agresivas de la postmodernidad, como la expuesta por Jean Francois Lyotard en La condición postmoderna (1980), que llevaron a algunos, sobre todo en la URSS y Europa del Este, a proponer demoliciones de monumentos a Lenin e iglesias ortodoxas, y levantar en sus lugares Macdonalds incandescentes, parece rebasada en la más reciente remodelación de Frankfurt, que aún no concluye. ¿A qué pensamiento se parecerá esta última modernidad urbana? Ciertamente no a Habermas, pero tampoco a Lyotard.