Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 8 de abril de 2016

¿Alguien dijo "nación fallida"?




Un exilio tan prolongado, como el cubano, que ya se acerca a las seis décadas -una vida promedio, según los estándares de la primera mitad del siglo XX- tiene, a fuerzas, que repetirse intelectualmente. Los fundadores de ese exilio ya murieron, sus hijos ya son ancianos, pero muchos cubanos de las tres últimas generaciones, nacidos después de la Revolución, apenas se instalan en Miami, Nueva York, México, Madrid o París, se identifican con el duelo de sus antepasados, que comienzan a vivir como propio, confundiendo, en la memoria, viejos y nuevos dramas y reproduciendo ideas hechas.
¿Cuántas veces se ha escrito en un periódico de Miami, por ejemplo, que la llegada de Fidel Castro al poder implica un "problema nacional", entendiendo, literalmente, el castrismo como "problema de la nación cubana" o como prueba de su fracaso histórico? ¿Cuántos periodistas y escritores exiliados han formulado alguna vez la cuestión de la isla, no como el dilema de una sociedad controlada por un Estado o un partido único, sino como la crisis o el colapso de una nación? ¿De dónde proviene esa voluntad de interpretar la crisis centralmente política -de instituciones, leyes, valores e ideas- de un país, como patología o decadencia de una "nación"?
Un artículo reciente del joven periodista cubano, Juan Orlando Pérez, suscrito por el veterano periodista exiliado Carlos Alberto Montaner en una entrevista, reitera ese tópico que hemos leído durante décadas en publicaciones del exilio. Cuando llegué al exilio a principios de los 90, leí ideas muy parecidas en columnas de Luis Aguilar León y José Ignacio Rasco en El Nuevo Herald o de Mario Parajón en Diario de las Américas. Intenté fijar una posición sobre el asunto en algunos de los ensayos incluidos en El arte de la espera (1998). Ahora compruebo, en el último libro de José Álvarez Junco, Dioses útiles (2016), que para llegar a la crítica de los nacionalismos o a un "desencantamiento" del concepto de nación no es indispensable pasar por el postmodernismo.
Recordaba en El arte de la espera que antes que cualquier exiliado, Jorge Mañach o Virgilio Piñera se habían quejado de la "falta de nación" en los años 40. Que mucho antes, desde los 20, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra percibían la "decadencia" de un proyecto nacional ideado a fines del XIX. O que más atrás, a mediados del siglo XIX, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco, sin ser Cuba todavía un Estado nacional, alertaban sobre las amenazas a una "nacionalidad" en ciernes. Toda esa tradición era rescatable, siempre y cuando se admitiera que el concepto de nación, a fines del siglo XX -y, con más razón, a principios del siglo XXI-, había rebasado su estructura romántica original, que podría condensarse en la tesis de Ernest Renan sobre la "nación espiritual" o "comunidad de destino".
Me parecía en los 90 -y me sigue pareciendo hoy- que el lamento por la falta de nación tenía sentido si se entiende la nación como cuerpo y no como espíritu. Es decir, la nación, como ciudadanía heterogénea con un registro plural de derechos y un conjunto de valores compartidos, y no como una "identidad cultural" o como un sujeto ontologizado, llamado a cumplir una misión histórica. Esta última idea romántica de la nación, heredada del XIX, y que, con tensiones, sobrevivió a la generación de Ortiz y Mañach, era, a mi juicio, la misma que predominaba tanto en el discurso oficial de la isla como en la ideología anticastrista.
Me temo, por lo que leo, que las cosas no han cambiado mucho. Siempre que se hable de "nación fallida" o "decadencia de la nación" se postulará el mito de una edad dorada nacional previa, que los propios actores de cada época refutan. Nunca será ocioso recordar que los mayores intelectuales de la República consideraban aquel periodo lastrado por el autoritarismo, la corrupción o la "ausencia de telos". Por otro lado, quienes ven el fracaso de lo nacional hoy, en 2016, estarían postulando una vigencia o un triunfo de la nación hace diez, veinte o treinta años, cuando nuestra generación sintió de golpe todas las frustraciones posibles, las de la Revolución, el socialismo y la nación misma. Si algo aprendimos por el camino es que lo que entonces fracasaba no era la nación sino el sistema económico y político del país.
El Estado cubano, en efecto, sigue siendo poderoso, pero vive una crisis política aguda desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Crisis y poder no son contradictorios, como demuestran los casos de los Estados Unidos de Nixon o la Unión Soviética de Brezhnev, por no hablar de la Venezuela de Maduro. Es el régimen político de la isla el que está agotado desde 1992 y por razones jurídicas e institucionales muy concretas. No es la nación, que se redefine culturalmente de manera perpetua, a medida que se reproduce la diversidad de sus componentes sociales, como bien pensó Fernando Ortiz en su madurez. Otra cosa es que resulte ajena o no guste esa sociedad, pero es la que existe realmente. No le auguro éxito a aquellos intelectuales y políticos que busquen alentar la democratización de Cuba, ignorando o despreciando a la comunidad que quieren emancipar.
El nihilismo es muy rentable para armar poéticas literarias pero no para pensar con un mínimo de rigor la historia de un país o para producir políticas eficaces a favor de su democratización. En ambos aspectos, el de la historia y el de la política, la lección de José Martí sigue siendo válida. Martí defendía a los grandes historiadores norteamericanos del siglo XIX, como George Bancroft y John Lothrop Motley, porque antes y durante la Guerra Civil habían formulado la idea nacional de Estados Unidos desde un punto de vista cívico, republicano, no como los historiadores románticos alemanes y franceses, que alimentaron los nacionalismos espirituales de Europa. Intuía con lucidez Martí que el nihilismo suele ser una fase superior del nacionalismo.
 

sábado, 2 de abril de 2016

El testigo total

Ha muerto el escritor húngaro Imre Kertész (1929-2016) y parece inevitable la sensación de que el mundo se va quedando sin testigos cabales del horror del siglo XX, como Primo Levi o Jorge Semprún. En Sin destino (1975), Kertész narró su sobrevivencia al universo concentracionario de Auschwitz y su traslado a Budapest, su ciudad natal, tras la liberación del campo por los soviéticos. Muy pronto, aquel regreso a casa se convertiría en la experiencia de un nuevo horror: la expansión del estalinismo por Europa del Este.
      El tipo de testigo que fue Kertész estaría cerca de una memoria completa del totalitarismo del siglo XX por haber sido víctima del nazismo y del comunismo. A diferencia de muchos otros escritores de su generación, en aquella zona de Europa, que asumieron el proyecto comunista como superación del fascismo, él advirtió la medula del totalitarismo en el nuevo régimen.  La publicación de Sin destino (1975), luego de doce años de escritura, bajo el gobierno de Janos Kádar, le ganó la antipatía de la burocracia prosoviética de Hungría, llegando a ser uno de los más de 20 000 presos políticos que produjo aquel socialismo real.
      La experiencia del totalitarismo en Kertész llegó a ser tan íntima que sus obras fundamentales giran en torno al mismo trauma. En Kaddish por el hijo no nacido la paternidad imposible o trunca es presentada como una cancelación de la vida futura que remite al abismo del holocausto. En Liquidación, el suicidio de un escritor tiene como clave su nacimiento en un campo de concentración, que lleva marcado con un tatuaje azuloso en el muslo. La literatura fue para Kertész una inscripción permanente de la barbarie del totalitarismo.
     Era natural que ese doble sobreviviente celebrara la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS en 1991. Así como nunca llegó a ver el comunismo como redención del fascismo, tampoco se dejó llevar por la nostalgia del socialismo real después de la Guerra Fría. No hubo ostalgie en Kertész y en una entrevista con The New York Times, a fines de los 90, celebró la vuelta de la democracia en Hungría, para asombro de cierta zona de la intelectualidad liberal de Estados Unidos, que esperaba de él un posicionamiento más crítico frente al avance del mercado en Europa del Este.
       En Diario de la galera, un cuaderno de apuntes que llevó a principios de los años 60, cuando comenzaba a redactar Sin destino, anotó: “aun cuando hable de otra cosa, hablo de Auschwitz. Soy un médium del espíritu de Auschwitz. Auschwitz habla a través de mí”. El testimonio adquirió tanta corporeidad en la literatura de Kertész que lo llevaba a reaccionar contra las representaciones de la shoah que consideraba frívolas, como La lista de Schindler, el film de Steven Spielberg.  Para referirse a la película de Spielberg, Kertész echó mano de un término muy caro a Milan Kundera: “kitsch”.
       Según Kertész, el kitsch del holocausto era un tipo de representación del totalitarismo que se desentendía de la posibilidad de que el horror pudiera volver a suceder. El testimonio total tenía que ver con el sufrimiento bajo los dos totalitarismos del siglo XX, pero también con una filosofía vigilante, siempre abierta a la repetición del holocausto, heredada, en buena medida, de Elias Canetti. No es extraño que en sus últimos años, el escritor viera con inquietud el ascenso de un nacionalismo autoritario en Hungría que, bajo el gobierno de Viktor Orbán, llegaría a practicar una de las políticas más xenófobas de Europa.
                   



sábado, 26 de marzo de 2016

Martí, constitucionalista








Repasando las múltiples y elogiosas referencias de José Martí a historiadores norteamericanos del siglo XIX, como George Bancroft y John Lothrop Motley, me encuentro un pasaje modernísimo sobre la Constitución de Estados Unidos de 1787, la que más admiró el poeta y político cubano entre todas las constituciones occidentales. A propósito de History of the Formation of the Constitution of the United States of America (1882) de Bancroft, dice Martí:  


"Por eso dura esta Constitución: porque, inspirada en las doctrinas esenciales de la naturaleza humana, se ajustó a las condiciones especiales de la existencia del país a que había de acomodarse, y surgió de ellas. Y si os preguntan por un buen texto de Derecho Constitucional señalad la obra nueva de Bancroft. Una constitución es una ley viva y práctica que no puede construirse con elementos ideológicos. En ese libro combaten diversas necesidades, ideas y hechos, en ese libro se ve cómo los más puros legisladores hubieron de sacrificar una buena parte de su idea pura, para no perderla toda".

viernes, 18 de marzo de 2016

El Allende de Lezama y la "vía chilena"


En 1974, el poeta cubano José Lezama Lima escribió un artículo sobre la muerte de Salvador Allende, tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet contra el gobierno de Unidad Popular, en Chile, en septiembre del año anterior. En aquel tiempo no estaba muy difundida la tesis de que Allende se había suicidado antes de que los golpistas llegaran a la oficina presidencial de La Moneda y lo ultimaran. Fidel Castro había sostenido, en un conocido discurso que circuló como "verdad histórica" dentro de la izquierda revolucionaria latinoamericana, que Allende había muerto en combate. Lezama, en cambio, interpretó la muerte de Allende como una inmolación o casi un suicidio, a partir de la filosofía pitagórica de la desaparición física como "logro de la totalidad de la persona". 
Lezama, por lo visto, estaba enterado de la masonería de Allende, ya que en otro momento del ensayo habla de la vida del socialista chileno como una "gran construcción donde el número de oro (de los pitagóricos) da las proporciones de la armonía" y "traza la melodía de la arquitectura". La muerte de Allende, pensaba Lezama, era una parábola pitagórica y masónica en la que la "varonía" se realizaba por medio de un "secreto canon que le daba su misterio y su cumplimiento". No había sorpresa o azar en aquella muerte: Allende avanzó hacia ella con la misma elegancia y resolución con que había "entrado en la ciudad". 
Pero no sólo en la interpretación de la muerte de Allende sino en su lectura de la política del socialista chileno, Lezama procedía en sentido contrario a Fidel Castro en su famoso discurso. Tradicionalmente, este ensayo de Lezama, como otro más conocido a la muerte del Che Guevara, se han interpretado como suscripciones de la ideología oficial castrista. Una lectura más sutil, sin embargo, podría encontrar que, cuando Lezama se refiere a la "delicadeza" de Allende, está recurriendo a la clásica contraposición entre fidelismo y allendismo o entre socialismo totalitario y socialismo democrático, que manejaron muchos escritores latinoamericanos -Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, entre otros-, partidarios de la "vía chilena" y críticos de la "stalinización" de Cuba, tras el caso Padilla: 


"La delicadeza de Salvador Allende lo convertirá siempre en un arquetipo de victoria americana. Con esa delicadeza llegó a la polis como triunfador, con ella supo morir. Este noble tipo humano buscaba la poesía, sabe de su presencia por la gravedad de su ausencia y de su ausencia por una mayor sutileza de las dos densidades que como balanzas rodean al hombre. Tuvo siempre extremo cuidado, en el riesgo del poder, de no irritar, de no desconcertar, de no zarandear. Y como tenía esos cuidados que revelaban la firmeza de su varonía, no pudo ser sorprendido. Asumió la rectitud de su destino, desde su primera vocación hasta la arribada de la muerte. La parábola de su vida se hizo evidente y de una claridad diamantina, despertar una nueva alegría en la ciudad y enseñar que la muerte es la gran definición de la persona, la que la completa, como pensaban los pitagóricos. Ellos creían que hasta que un hombre no moría, la totalidad de la persona no estaba lograda. El que ha entrado triunfante en la ciudad, sólo puede salir de ella por la evidencia del contorno que traza la muerte".



  
                      
           
           

             
    í﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽nuevo territorio para el brçiaructuralista. En su ensayo " Roland Barthes y el grupo de la revista o la risa de los hi

      





domingo, 13 de marzo de 2016

El arte teológico de Julian Schnabel

Hay en la pintura de Julian Schnabel de los 80 un interés por España que, en buena medida, pasa por una reflexión sobre la experiencia religiosa del cristianismo. Sus grandes telas sobre San Ignacio de Loyola, Pío IX, Baruch Spinoza, La Mácula o Clemente de Roma, son ensayos teológicos en los que la santidad se ve remitida al diálogo místico y la soledad en espacios vacíos. Incluso en aquellos retratos sin temática religiosa, como los rostros armados como mosaicos o las niñas sin ojos, el discurso teológico reaparece por medio del trabajo con el formato de los íconos del cristianismo ortodoxo o la alusión a la ceguera del mal.
El arte teológico de Schnabel es una buena muestra del momento postmoderno de las últimas décadas del siglo XX. Había entonces una suerte de vuelta a la escolástica, que adoptaba las formas irónicas de una "nueva Edad Media", como la pensada por Umberto Eco. No era una vuelta antimoderna, como la de Nicolai Berdiaev, sino una estetización de lo medieval, desde la mínima melancolía que es dada al artista secularizado de fines del milenio. El Spinoza de Schnabel, reducido a puro texto sobre la tela negra, operaba esa teología conceptual a través de la invención de un espectador solitario, cautivo en una habitación desalojada.
La ceguera teológica de la niña sin ojos propone la alegoría de la sustancia invisible del pecado o del mal, que explora los límites del concepto de "extensión" en Spinoza. La desustanciación del mal sería otra manera de argüir ese desencantamiento del mundo que llegó a su apogeo a fines del siglo XX y que se expone en la escena de La escafandra y la mariposa, en la que Jean Dominique Bauby se encuentra solo, en una calle desierta del santuario de Lourdes. La mancha, la mácula lograba su mayor ocultamiento y se constituía en el subsuelo oscuro de una modernidad rodeada de santos y vírgenes de plástico. El arte de Schnabel buscaba evidenciar aquel misticismo interferido y disperso, que hablaba al hombre del siglo XX con el lenguaje monástico de la Edad Media.

viernes, 11 de marzo de 2016

Sarduy, Lezama y Donoso

A través del cubano Severo Sarduy, quien escribió un elogio extraordinario de El lugar sin límites en la revista del boom, Mundo Nuevo, el novelista chileno José Donoso entró en contacto con José Lezama Lima. A mediados de diciembre de 1967, por los mismos días en que Sarduy escribía a Lezama para ultimar detalles de la traducción al francés de Paradiso, en Seuil, Donoso se carteó con el poeta habanero. Donoso, desde Mallorca, trasmitía a Lezama su "mayor estima y admiración por una obra que lo había dejado francamente boquiabierto" y lo invitaba a colaborar en la revista Tri Quaterly de la Universidad de Northwestern.
Aquella conexión fue fugaz y de poca trascendencia, como todas las de Lezama con los muchos escritores que lo admiraban fuera de Cuba, en los años en que se fraguaba el octracismo contra el autor de Paradiso. Lo interesante es que Lezama desplazó a Sarduy en el interés de Donoso en la literatura cubana. A pesar de que ambos, Donoso y Sarduy, coinciden en la lista de colaboradores de Libre, entre 1971 y 1972, el vínculo parece debilitarse en esos años, que son también los de la entusiasta recepción de El obsceno pájaro de la noche (1970). En el ensayo de Donoso, Historia personal del boom (1972), Sarduy tiene una presencia borrosa. A diferencia de Lezama y Guillermo Cabrera Infante, que Donoso, siguiendo al Fuentes de La nueva novela hispanoamericana (1969), coloca en el centro de la emergencia de un "nuevo lenguaje", Sarduy aparece mencionado de pasada.
En una suerte de apostilla a ese ensayo, que Donoso escribió diez años después, el chileno intentó corregir aquel desinterés en Sarduy. Pero la corrección resultó peor que el desinterés, ya que Sarduy quedaba incluido en una suerte de boom junior o petit boom, que suponía un estatuto frágil o subalterno dentro de la nueva novela latinoamericana, contrario a la percepción del mayor crítico de entonces, Emir Rodríguez Monegal. El ensayo de Sarduy sobre El lugar sin límites en Mundo Nuevo fue, como sugirió alguna vez el crítico uruguayo, fundamental para la construcción de la poética definitiva de Donoso, que se lee en El obsceno pájaro de la noche, aunque el chileno nunca lo reconociera plenamente. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

José Donoso contra la interpretación marxista de sus novelas



Cuando en 1970 Carlos Barral publicó la novela El obsceno pájaro de la noche, del escritor chileno José Donoso, la crítica latinoamericana entró en trance. En un momento álgido del debate entre Mundo Nuevo y Casa de las Américas, quienes querían acercar a Donoso a la izquierda militante y alejarlo del post-estructuralismo que, vía Sarduy, lo cortejaba desde París, intentaron lecturas marxistas de esa novela y de la anterior, El lugar sin límites, que presentaban al chileno como cronista de una burguesía chilena en vías de extinción o de un ancien régime que sería enterrado por Unidad Popular. En el primer número de la revista Libre, en el que apareció, por cierto, el dossier completo del caso Padilla y se celebró el triunfo de Salvador Allende en Chile, los editores preguntaban a Donoso: 

"Algunos críticos observan que sus novelas se ocupan de manera preferencial de una clase y de un mundo que tiende a desaparecer dentro del panorama social chileno. Si esto le parece exacto, ¿cómo podría explicar dicha inclinación?"

A lo que respondió el escritor:

"Nada me irrita tanto como los críticos que reducen mis novelas a sus elementos sociales, esos que quieren que yo haya escrito “el canto de cisne” de las clases sociales chilenas. Las clases sociales desaparecieron en Chile hace muchísimo tiempo. En mis novelas utilizo las colas que alcancé a atisbar, pero las utilizo como un arquitecto utiliza hormigón, hierro, vidrio: quinientos sacos de cemento apilados en un almacén es muy distinto a un edificio construido. Las clases sociales, tal como las dibujo en mis libros, son imaginarias. Me explico: nací en una familia de posición social ambigua, con un pie en la oligarquía y otro en la clase media, pero desterrada de ambas; y crecí en una época en que las clases sociales iban perdiendo importancia, los matices se confundían, y quedaban sólo pintorescos residuos. Por razones psicológicas personales, neurosis juvenil o lo que se quiera llamarla, ese mínimo matriz de destierro al que ya nadie daba importancia más que yo, se fue hinchando en mi como un absceso, se hizo doloroso, cruel, obsesivo, y durante mucho tiempo este desface subjetivísimo -además de otros desfaces subjetivos que se hicieron absceso y deformaron otras áreas de mi personalidad- me sirvió para mirar el mundo, magnificando algo insignificante"