Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 8 de octubre de 2016

Gastón Baquero y el linaje de la prosa

Que un buen poeta sea, a la vez, un prosista virtuoso es menos frecuente de lo que se cree. T. S. Eliot o Paul Valéry alcanzaron el mayor refinamiento en ambos géneros, lo que no podría decirse de Pound o Stevens, menos cómodos fuera del verso. En la América Latina moderna, algunos de los mayores poetas, como Pablo Neruda o César Vallejo, fueron prosistas mediocres. El estatuto de la poesía, en espléndidos cultivadores de la prosa, como Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes, sigue a debate entre los críticos.
         El cubano Gastón Baquero (1914-1997) es un caso emblemático del ejercicio paralelo de buena poesía y buena prosa. No me refiero a la prosa como continuación de la poesía por otro medio, como a veces sucede en Rubén Darío o César Vallejo, o a la prosa de ficción, que Baquero nunca escribió. Me refiero a la prosa que se ramifica, cómodamente, entre el artículo, la crítica, el ensayo, la memoria o el epistolario. Una prosa que preserva la misma transparencia, el mismo tino, en ese desdoblamiento textual.
         Desde los años 90, cuando Baquero fue redescubierto por los poetas de la isla, crece el interés por este escritor, exiliado tan pronto como abril del 59. Prácticamente toda su poesía, cómplice de José Lezama Lima y sus revistas Espuela de Plata y Orígenes, se ha rescatado: desde Saúl sobre su espada (1942) hasta Poemas invisibles (1991). Sin embargo, la prosa sigue dispersa: luego de la incompleta antología de los Ensayos (1995), en Salamanca, hubo que esperar hasta fechas recientes para que Alberto Díaz-Díaz y Carlos Espinosa recuperaran parte de su cuantiosa y rica ensayística.
         Ahora el poeta, editor y crítico Pío Serrano, en Madrid, reúne unos Ensayos selectos (Verbum, 2016), que captan aquel amplio registro en prosa. Estos ensayos recorren la estantería personal del poeta, Eliot y Valéry, Perse y Rilke, Darío y Vallejo, pero también la impronta de los poetas cubanos más admirados: Julián del Casal, Mariano Brull, Emilio Ballagas y José Lezama Lima. Frente a su gran amigo Lezama, que fue un ensayista original sin ser un prosista muy hospitalario –salvo en los ejercicios periodísticos de Tratados en La Habana (1958), que escribió a exhorto del propio Baquero-, estas piezas son retazos de una misma claridad.
         A diferencia Lezama, y al igual que Jorge Mañach o Francisco Ichaso, Baquero estuvo siempre en el centro de la esfera publica de la isla. Aunque graduado de Ingeniería Agrónoma y doctorado en Ciencias Naturales, desde muy joven se insertó en los círculos periodísticos y políticos republicanos, llegando a ser Secretario de Redacción de Diario de la Marina. La prosa de Baquero, como la de Martí y la de Casal, se formó en el linaje del buen periodismo. De ahí esa vocación omnívora y esa constancia estilística que lo mismo descifraba la charada china que debatía la conveniencia o no de crear un nuevo partido político para enfrentar la crisis del golpe de Estado de 1952.
         Siempre se ha dicho que fue batistiano, pero una lectura atenta de sus artículos en Diario de la Marina, en los 50, obliga a matizar el juicio. En su “Despedida de los lectores”, de abril del 59, definía su ideología como “conservadora” –inusual honestidad en América Latina- y rechazaba la “censura, el crimen y la violencia” de los últimos años de Batista, cuyo régimen no dudaba en llamar “dictadura que cometió terribles errores y tantos horrores”. Pero descreía de la Revolución por su absolutismo: “las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada”.  
        
        
        
        

    

sábado, 1 de octubre de 2016

Marina Tsvietáieva y el espejo de la Revolución

Los Diarios de la Revolución de 1917 de Marina Tsvietáieva, rescatados el año pasado por Acantilado, en traducción de Selma Ancira, debieran ser lectura de quienes muestran algún interés genuino en entender qué es una Revolución. Es una lástima que el libro aparezca sin un buen prólogo que ayude al lector a orientarse en la terrible biografía de Tsvietáieva o en la historia de sus diarios, pero algunas notas aparecidas en periódicos españoles, como El País o El Mundo, ofrecen la información básica.
Tsvietáieva era una poeta de familia acomodada, aunque no aristocrática -su padre era profesor de Bellas Artes y director del Museo Pushkin de Moscú-, que se formó en internados de Friburgo y Lausana, tras quedar huérfana de su madre, pianista. En 1912, como en una novela de Tolstoi, se casó con un oficial del ejército, con el que tuvo tres hijos. Su esposo Sergei Efrón se enroló en el Ejército Blanco tras la Revolución de Octubre, pero a ella le sorprendió el evento viajando en tren entre Crimea y Moscú, con el fin de reunirse con sus hijos y sobrevivir, hasta que pudiera exiliarse.
La poeta es una espectadora y una potencial víctima de la Revolución, no una revolucionaria, pero intenta comprender y asimilarse al fenómeno. Pide trabajo a un vecino bolchevique, que la recomienda en el Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades, instalado en el palacio del conde Sologub, que inspiró a Tolstoi en Guerra y paz para narrar la casa de los Rostov. La metamorfosis del palacio en institución obrera es uno de los primeros indicios de la Revolución en la mente de la poeta.
La Revolución es ese vuelco social, esa brusca mutación. En los trenes, Tsvietáieva hace contacto con jóvenes bolcheviques que le reprochan que fume o que lea novelas, que vista bien o se mueva entre una casa en Moscú y una dacha en Koktebel. Pero también encuentra partidarios del comunismo que defienden la igualdad de la mujer y que sienten curiosidad por esa joven escritora, que ha visitado París y habla varias lenguas.
El Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades le parece la Babel de un nuevo fanatismo. Estonios, lituanos, finlandeses, moldavos, musulmanes, judíos… se integran en el aprendizaje de una nueva lengua marxista y soviética. La poeta abomina del revoltijo cultural de aquel imperio espurio, desde un nacionalismo ruso que, como en otros intelectuales de su generación, no oculta el antisemitismo o la islamofobia.
Para el otoño de 1918, la Revolución se ha consumado, es un asunto del pasado. La palabra desaparece de los Diarios, lo que ilustra una vez más el poco espesor semántico del concepto en la revolución más radical que ha conocido la historia, si se compara con otras, como la francesa, la mexicana o la cubana, que suscitaron todo un fetichismo retórico en torno a ese vocablo. Lo que ha sucedido es una caída en “tierra firme”, que le hace entender por qué en tiempos de la monarquía de los Románov se hablaba de “firmeza celestial”.
Es entonces que Marina Tsvietáieva alcanza una premonición de su exilio y su suicidio con la muerte del amigo Alexei Stajóvich. El viejo orden se ha trastocado de manera irremediable y ella lo constata una tarde en el restaurante Praga de la calle Arbat, de Moscú. Donde antes había un busto de Napoleón –un joven bolchevique le había dicho, en el vagón de un tren, que la francesa era una revolución “vieja” y “deteriorada”- ahora hay otro con la “jeta intimidatoria de Trotski”. Y recuerda que en febrero de 1917, su nana le regaló un espejito con el rostro de Kerenski, cuando la poeta prefería un “espejo verdadero, entero, sin Dictador”. 



sábado, 24 de septiembre de 2016

Chevengur: emancipación y arraigo

Ahora que Vladimir Putin ha consolidado su mayoría parlamentaria en la Duma del Estado, con cerca del 55%, aunque con una participación electoral menor al 48%, vale la pena regresar a algunas lecturas básicas como Chevengur (1928), la novela distópica de Andréi Platónov. Aquella ficción sobre la imposibilidad de la utopía en la Rusia del naciente estalinismo, sigue siendo tan útil para comprender el presente ruso como la reciente historia de la última dinastía reinante, Los Románov. 1613-1918 (2016), de Simon Sebag Montefiore.
            La filósofa francesa Chantal Delsol publicó no hace mucho un libro, Populismos. Una defensa de lo indefendible (2015), que lamentablemente no ha tenido en América Latina una resonancia equivalente a la de Ernesto Laclau en La razón populista (2005), un ensayo que desde el neomarxismo defendía los nuevos populismos latinoamericanos del siglo XXI. Delsol no suscribe los populismos de la derecha europea, como podría derivarse de una lectura superficial, pero propone comprender sin prejuicios y, sobre todo, sin el desprecio elitista al “pueblo idiota”, el rebrote de esa corriente política en el viejo continente.
            Dice Delsol que el populismo, de amplia aceptación en Europa central y del este (los hermanos Kaczynski, Viktor Orbán, Volen Siderov, Vadim Tudor…), responde a una reacción del “arraigo” y la “particularidad” contra la emancipación ilustrada y la globalización liberal. La filósofa francesa, discípula de Hannah Arendt, reivindica el concepto de “postmodernidad” pero le da un sentido contrario al que le atribuyeron Jean-Francois Lyotard y otros filósofos postestructuralistas en los años 80 y 90. Delsol piensa que la postmodernidad no representa la crisis sino el apogeo de los relatos ilustrados del progreso, la razón y la emancipación.
            La nueva hegemonía de Rusia Unida, el partido de Putin, abre de par en par las puertas del populismo en ese gran país euroasiático. Si hasta ahora el apoyo a Putin se veía limitado por una clase política que provenía de la pluralización de los 90, luego del más reciente triunfo electoral la corriente política que encabeza el mandatario y que ha controlado esa nación en lo que llevamos de siglo XXI alcanza una permanencia inédita. El populismo de Putin deja de ser, propiamente, un autoritarismo competitivo más y se convierte en una nueva modalidad de autocracia, que tiene a su favor la abstención electoral y la desmovilización política de más de la mitad de la ciudadanía.
            El amplio abstencionismo de la última contienda responde por igual al descontento y a la apatía. Esa situación genera el desentendimiento cívico de una consistente mayoría de la población, que favorece una modalidad autoritaria que, como en el último reformismo de los Románov, tiende a reemplazar la política con administración. Putin, como argumenta Sebag Montefiore, reinstala plenamente el zarismo o, más bien, reconcilia el legado zarista con el estalinista por medio de una variante despótica que converge con el ascenso del populismo de derecha en su frontera europea. 
            En la novela de Platónov, la comuna distópica de Chevengur es arrasada por un ejército que la crítica no ha podido identificar. Lo mismo puede tratarse de huestes de cosacos, de una partida de rusos blancos sobreviviente de la guerra civil o de una facción del ejército rojo estalinista. Chevengur es desaparecida de la faz de Rusia, en una metáfora perfecta del desencuentro entre emancipación y arraigo en un país sometido al nuevo tipo de dictadura que nos depara el siglo XXI.  

viernes, 16 de septiembre de 2016

Por qué el Partido Comunista de Cuba es reaccionario

En Cuba, único país del hemisferio occidental donde se instaló un sistema de esa naturaleza, el comunismo está adoptando su más plena forma reaccionaria en el siglo XXI. Allí la resistencia al avance del mercado adopta dos modalidades: una versión pedestre de discurso tecnocrático, que justifica la construcción de la hegemonía económica y social de una casta militar-empresarial, o un relato demagógico y conservador -por anti-liberal, quiero decir-, que, en vez de enfrentarse directamente al nuevo modelo capitalista que se edifica en la isla, sublima su malestar contra el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos, la apertura a Internet, la cultura popular, la "decadencia de valores", las nuevas tecnologías, las redes sociales, la autonomía de la sociedad civil y el contacto abierto y fluido entre la isla y la diáspora.
El resultado es que ahora mismo, el Partido Comunista de Cuba y sus máximos líderes, se ubican cerca o más a la derecha de Vladimir Putin, Donald Trump, Theresa May, Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y, por supuesto, el Papa Francisco. Ese partido único y gobernante está en contra, por ejemplo, del matrimonio gay, de la despenalización de las drogas, de las asociaciones civiles independientes por identidades étnicas o religiosas, de la personalidad jurídica de las comunidades LGTB, de los derechos de las parejas homosexuales, del acceso libre a la red, de la sindicación independiente, del derecho a huelga, de la autogestión financiera de organizaciones vecinales o locales, de la transparencia informativa y jurídica, de plenas garantías judiciales, económicas, civiles y políticas para los emigrantes o de la aplicación de mecanismos legales de acción afirmativa para proteger la igualdad de las mujeres, los afro-cubanos y los inmigrantes internos.
En la política educativa y cultural, ese partido gobernante único, tiene como prioridad la defensa de la "identidad nacional", no de la diversidad civil, cultural y política, constitutiva del país, ni la recuperación de la gran obra espiritual de la diáspora, ni el rescate del legado intelectual y artístico del siglo XIX y del periodo republicano, ni siquiera la difusión de las ideas más avanzadas de la izquierda democrática contemporánea ¿En qué periódico impreso o electrónico, en qué revista de ciencias sociales de la isla, oficial o semi-oficial, hemos leído una discusión abierta y actualizada sobre el crecimiento global, incluida Cuba, de la desigualdad, que en los últimos años han sostenido Thomas Piketty, Anthony Atkinson, Joseph Stigtlitz, Paul Krugman, o, más recientemente, Göran Thernborn, aunque la parte final del libro, Los campos de exterminio de la desigualdad (2016), sobre el descenso de la desigualdad en América Latina, ya esté descontinuada?
¿Cómo es posible que un país cuya Constitución, creada en la era soviética y que cumple 40 años, carezca de una publicación o de un programa de radio, televisión o internet donde se debatan las vías de reforma de ese viejo texto, heredado de la Guerra Fría, que culminó hace más de dos décadas? ¿Cómo es que un país que quiere presentarse como símbolo de la izquierda mundial, no cuente con los mecanismos de democracia directa (iniciativas ciudadanas de ley, consultas, referéndums, plebiscitos, revocación de mandato...), que distinguen, precisamente, a los sistemas políticos más progresistas del planeta? La respuesta es simple: el Partido Comunista de Cuba es reaccionario. Reacciona contra la globalización, contra la conectividad, contra el multiculturalismo, contra la alteridad, contra la diferencia, contra el desplazamiento, contra la transnacionalidad, contra el postmodernismo, en fin, contra el siglo XXI.



miércoles, 14 de septiembre de 2016

Otro poeta suicida


Sólo unos pocos medios independientes de la diáspora cubana reportan que el poeta Juan Carlos Flores (La Habana, 1962) se ahorcó en el balcón de su apartamento de Alamar, al Este de La Habana, microcosmos del abandono. Se suicidó la mañana del miércoles 14, luego de caminar por el barrio. Una vecina y amiga, que lo vio colgado, llamó a Medicina Legal. Juan Carlos Flores, otro poeta suicida, como Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y muchos más, en la isla de los suicidas, ese paisito alegre con los índices de suicidio per cápita más altos de América, como hemos referido aquí y aquí.
         Dicen que antes de ahorcarse, Flores salió a comprar pan y anunció a los vecinos que se quitaría la vida. Nadie le hizo caso. Seguramente lo daban por loco, por su depresión, por su disidencia o por su poesía, que en Cuba, como en todos los totalitarismos, van de la mano. En sus Diarios de la Revolución de 1917 Marina Tsvietáieva comentaba la impresión que le produjo la noticia de que su amigo Alexei Stajóvich se había ahorcado. Se reprochaba a sí misma no haberlo visitado y anotaba que en el comunismo “visitar es dar”. Cuando no hay nada que dar: “¿mis manos vacías y mi corazón repleto?”
         En Tumbas sin sosiego (2006) comenté el interés de Flores por una poesía cívica, que colocaba la falta de voz en el centro de su lírica. En un poema del cuaderno Distintos modos de cavar un túnel (2002), que me envió dedicado a mi casa en México, anotaba: “Que te vuelvas afásico, me dicen, que te vuelvas afásico, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quitamanchas portátil”. Y en otro: “la cigarra canta y cantar es el único sentido de su canto…, yo, no soy una cigarra. Ni siquiera tengo voz”.
         No me asombró cuando a fines de la década supe que Flores había sido uno de los fundadores de un grupo autónomo de intervención poética, que escenificaba y cantaba versos en calles y casas de La Habana, sin permiso oficial, llamado Omni Zona Franca. Como todos los intentos de asociación independiente, el grupo fue restringido, censurado y descalificado por la burocracia cultural, que no toleraba que los recitales “Poesía sin fin” se realizaran al margen del poder.
         Flores era un poeta rebelde que pensaba que luego de que el sueño de la Revolución se hizo pesadilla no había más opción para el escritor que “volverse un roedor, en la maleza, hambriento y perseguido por los rastreadores”. Bajo el socialismo el poeta debía convertirse en cimarrón, no en un “Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical”, como nunca habría sido Rolando Escardó, su admirado poeta revolucionario y vanguardista que murió a los 35 años en un accidente.
         Si bajo un orden así el poeta no es un cimarrón, decía otro poema, es un “prisionero sin poder escapar ni ascender”, uno de esos tantos “expoliados dentro de las carpas panópticas”. La mirada de Flores se detenía en los poetas, los mutilados y los mendigos, pero también en los locos, a quienes describía como los máximos olvidados de la historia. Cuando en enero de 2010 murieron decenas de enfermos mentales en el hospital psiquiátrico de Mazorra, en La Habana, el poeta escribió el texto “Bajo cero”, en el que parodiaba el tono justificativo del discurso oficial: “26 locos murieron en Mazorra/ ese suceso pronto se olvidará/ un suceso entre sucesos no un suceso aislado/ sino un suceso que pertenece a un conjunto de sucesos/…¿26 locos murieron en Mazorra?”
         El joven poeta Oscar Cruz (Santiago de Cuba, 1979) compiló recientemente una antología de los, a su juicio, mejores poetas de las tres últimas generaciones cubanas, titulada The Cuban Team (2015). De los nacidos en los 60 sólo incluyó tres: Carlos Augusto Alfonso, Omar Pérez y Juan Carlos Flores. Allí reprodujo poemas de los últimos cuadernos de Flores, cuando el poeta era todavía precariamente publicable, como Un hombre de la clase muerta (2008) o El contragolpe (y otros poemas horizontales) (2009).
         Horizontalidad es una noción básica en la poética de Flores. Horizontalidad en el sentido estilístico del verso en prosa, que avanza sobre párrafos que son monólogos, como el de los “avestruces”, símil del cubano conformista, o el de “las mujeres negras que se hacen el desriz”; el de la peregrinación del día de San Lázaro o el de los bailarines callejeros de break dance entre las ruinas de La Habana. Flores aspiraba a una poesía horizontal, sin fin, que desbordara la página, y murió ahorcado, frente a la mañana, en el balcón de su apartamento en Alamar.