Dado que la tuberculosis afecta un órgano, los pulmones, y todavía en las primeras décadas del siglo XX era tratada a base de morfina, sus síntomas producían un vaivén anímico. Los tísicos, como Chopin, la “dama de las Camelias”, Kafka o los habitantes del sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann –que "andaban con sus radiografías en el bolsillo"-, mostraban un conocimiento exhaustivo de la dolencia, que los reconciliaba con su cuerpo.
En las cartas de Rubén
Martínez Villena a su esposa Chela, se confirman las observaciones de Sontag
sobre la tuberculosis. El poeta escribe el 17 de septiembre de 1930, desde
Moscú, pronosticando serenamente su muerte. Habla de sus radiografías
pulmonares, de los esputos y la tos, las flemas y la sangre. Dice tener “la
seguridad de que mi tuberculosis se ha extendido al intestino” y que eso
“significa la muerte”.
Poco después, desde el
sanatorio de Sajum ha recuperado el ánimo y el humor, a pesar de que su
compañero en el largo viaje hacia el Mar Negro trabaja en la morgue de un
manicomio moscovita: es un “especialista en cadáveres”. Cuenta sueños, todos, felices,
en los que el poeta y el político ejercen a plenitud sus virtudes. Sueños en
los que lo anormal –la dictadura de Machado, la condena a muerte, el exilio- se
vuelve normal: escenas apacibles en su casa del Vedado, donde habla sobre la
Conferencia de los Partidos o charla amenamente con su percutor, el Jefe de la
Policía machadista Alfonso L. Fors.
Martínez Villena recuerda a
su esposa “las puestas de sol de las tardes del Vedado en los primeros días de
nuestro amor”. Y recuerda, también, la estancia feliz en Nueva York, la
“primera excursión al Bronx, en que yo creí vivir algún cuento encantado de la
niñez”. Con lujo de detalles, va comunicando a Chela cómo aumenta de peso día
con día, gracias al apetito y la buena comida del sanatorio, con “olor a
burguesía”. En algún momento, intenta racionalizar su euforia: “es una
característica de los enfermos de tuberculosis hacer proyectos de felicidad: no
sé si es por eso que todavía espero gozar contigo ratos de felicidad colectiva
y personal”.
Al final de la estancia en la
URSS, ese periodo de su vida, bajo el cielo estrellado del Mar Negro, reaparece
críticamente, desde el extrañamiento de la moral comunista. Se reprocha haber
“literaturizado” sus cartas y envidia la “frescura limpia del estilo” de su
esposa. Se ha recuperado, regresa a Moscú y concluyen las dosis de morfina. El
sueño ha pasado y vuelve a la realidad. La literatura deja de estar asegurada
como experiencia de sublimación: “yo no sé si lo que escribo es literatura o
no: es verdad”. El realismo no sólo es la estética de la Revolución: es también
el despertar del sueño de la morfina.
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