En una de las salas de la Tate Modern Gallery en Londres destaca un retrato, enmarcado en un círculo dorado, que lleva por título
"Head of a Man". Se trata del retrato que hiciera el pintor abolicionista británico John Philip Simpson (1782-1847) del actor negro norteamericano, nacido en Nueva York, Ira Aldridge (1807-1867). Este importante hombre del teatro anglosajón, en el siglo XIX, ganó fama interpretando papeles de Shakespeare como Aaron, Shylock, Otello e, incluso, Macbeth y Ricardo III. Aldridge llegó a tener un importante reconocimiento en su natal Nueva York, pero el escenario de su fama fue Londres, capital del abolicionismo atlántico durante casi todo el siglo XIX. Desde Londres, Aldridge conquistó las tablas de Francia, Prusia, Rusia y algunas ciudades de Europa del Este, como Lodz, en Polonia, donde murió, en medio de una gira teatral, en 1867.
El pintor Simpson, miembro de la Royal Academy en los tiempos del reinado estético del romanticismo estilo Turner, estuvo fuertemente involucrado en la campaña abolicionista británica. Aldridge no sólo sirvió de modelo a Simpson para el cuadro "Head of a Man" sino para el célebre "The Captive Slave", otra pintura emblemática del momento abolicionista, aparecida poco antes de la Slavery Abolition Act británica, de 1833, que sirvió de denuncia a la persistencia de la esclavitud en América, sostenida por España, Portugal y Estados Unidos. Simpson murió en 1847, antes de la Guerra Civil, pero Ira Aldridge llegó a vivir la abolición de la esclavitud decretada por Lincoln. Al final de su vida, el viejo actor hacía espectáculos unipersonales, bajo el arquetipo de un "African Roscius", en teatros rusos y polacos.
Libros del crepúsculo
martes, 13 de octubre de 2015
jueves, 8 de octubre de 2015
Retratos de Bronzino
Lo que más he disfrutado, de vuelta a la galería de los Uffizi en Florencia, no son los Botticellis, los Caravaggios o la Sagrada Familia de Miguel Ángel sino los retratos de Bronzino. Retrató todo tipo de gente Bronzino: nobles, hijos e hijas de nobles, enanos, vagabundos y filósofos. A pesar de su manierismo, había en Bronzino una mirada naturalista que descreía de la yuxtaposición de modelos clásicos o góticos sobre los rostros reales.
Se observa, por ejemplo, en el retrato de Leonor Álvarez de Toledo, la nuera de Cosme de Médici, el gran duque de la Toscana y mecenas de los pintores florentinos. Los retratos que Bronzino hizo de la dama de Florencia son diferentes a los de otros pintores florentinos, como Alessandro Allori, que remarcaban ciertas facciones para colocar a la duquesa en la fisonomía de su linaje. Las caras de Bronzino tienen una misteriosa condición histórica atemporal o fuera de época. Son rostros que podrían estar a nuestro lado, en cualquier edad del mundo.
Lo mismo sucede con los retratos de Lucrezia Panciatichi o los del enano Morgante. Bronzino se propuso reconstruir rostros de cualquier época, que pudieran ser reconocidos con familiaridad por un público también intemporal. La idea, como casi todo en aquellos siglos, era de raíz cristiana: las caras del hombre habían sido las mismas desde el inicio de los tiempos. El cuerpo humano era el mismo desde Adán y Eva y su imagen permanecería fiel a sí misma hasta el día del juicio final.
Se observa, por ejemplo, en el retrato de Leonor Álvarez de Toledo, la nuera de Cosme de Médici, el gran duque de la Toscana y mecenas de los pintores florentinos. Los retratos que Bronzino hizo de la dama de Florencia son diferentes a los de otros pintores florentinos, como Alessandro Allori, que remarcaban ciertas facciones para colocar a la duquesa en la fisonomía de su linaje. Las caras de Bronzino tienen una misteriosa condición histórica atemporal o fuera de época. Son rostros que podrían estar a nuestro lado, en cualquier edad del mundo.
Lo mismo sucede con los retratos de Lucrezia Panciatichi o los del enano Morgante. Bronzino se propuso reconstruir rostros de cualquier época, que pudieran ser reconocidos con familiaridad por un público también intemporal. La idea, como casi todo en aquellos siglos, era de raíz cristiana: las caras del hombre habían sido las mismas desde el inicio de los tiempos. El cuerpo humano era el mismo desde Adán y Eva y su imagen permanecería fiel a sí misma hasta el día del juicio final.
martes, 6 de octubre de 2015
La serenísima república
Aunque no haya sido tan bulliciosa y turística como hoy, Venecia debió ser siempre una ciudad agitada. Puerto, refugio de comerciantes y contrabandistas, lugar de paso de marinos y navegantes, plaza de carnavales y conspiraciones, metrópoli de diversos imperios e iglesias. En la época de su mayor esplendor político, Venecia mereció el título de "república serenísima". Y todavía hoy, caminando por la periferia de la ciudad, especialmente por el barrio Castelo, en los alrededores de la iglesia de San Francisco de Paula, se puede sentir -más que entender- el sentido de la frase, que tanto atrajo a Vivaldi, Wagner y Wilde.
Las religiones han sido aquí, desde los tiempos de Roma y Bizancio, la búsqueda de la calma en una república marina, expuesta siempre a las epidemias y los placeres. El emblema de la ciudad, con el león alado, trasmite el ideal de esa extraña combinación de fuerza y espíritu. A diferencia de otras ciudades italianas, rodeadas de castillos amurallados, Venecia concentra el poder militar en el Arsenal y reparte el poder político en los palacios que se levantan entre los canales. La república veneciana todavía se lee en el diseño urbano de la ciudad: un espacio, más que rodeado, atravesado por el agua, donde los fosos de los castillos eran innecesarios y donde las familias se subordinaban a la autoridad civil común.
El turista va casi siempre a la Piazza de San Marco, a los alrededores de la basílica y el Palacio Ducal. Pero la "república serenísima", marina y cristiana, se siente mejor en placetas o "campos" como los de Santa María Formosa, San Polo, Santa Margheritta o San Bartolomio. Es ahí donde se palpa la serenidad de la república, la templanza que demanda el orden de la ciudadanía virtuosa imaginada por Maquiavelo. No es dato menor que la majestuosidad de los "palazzos" -el Camerienghi, el Bembo, el Grimani-, al dar a la plaza, se contenga rigurosamente para entonar con una trama arquitectónica que mezcla siempre lo bizantino, lo morisco y lo neoclásico. Esa contención y esa templanza son la marca de una república cristiana levantada sobre el agua.
Las religiones han sido aquí, desde los tiempos de Roma y Bizancio, la búsqueda de la calma en una república marina, expuesta siempre a las epidemias y los placeres. El emblema de la ciudad, con el león alado, trasmite el ideal de esa extraña combinación de fuerza y espíritu. A diferencia de otras ciudades italianas, rodeadas de castillos amurallados, Venecia concentra el poder militar en el Arsenal y reparte el poder político en los palacios que se levantan entre los canales. La república veneciana todavía se lee en el diseño urbano de la ciudad: un espacio, más que rodeado, atravesado por el agua, donde los fosos de los castillos eran innecesarios y donde las familias se subordinaban a la autoridad civil común.
El turista va casi siempre a la Piazza de San Marco, a los alrededores de la basílica y el Palacio Ducal. Pero la "república serenísima", marina y cristiana, se siente mejor en placetas o "campos" como los de Santa María Formosa, San Polo, Santa Margheritta o San Bartolomio. Es ahí donde se palpa la serenidad de la república, la templanza que demanda el orden de la ciudadanía virtuosa imaginada por Maquiavelo. No es dato menor que la majestuosidad de los "palazzos" -el Camerienghi, el Bembo, el Grimani-, al dar a la plaza, se contenga rigurosamente para entonar con una trama arquitectónica que mezcla siempre lo bizantino, lo morisco y lo neoclásico. Esa contención y esa templanza son la marca de una república cristiana levantada sobre el agua.
domingo, 4 de octubre de 2015
La musa de Boldini
En tiendas y restaurantes de Bologna y Ferrara se ven, con frecuencia, reproducciones de cuadros en los que aparece la misma mujer retratada. En la colección permanente del Castillo Estense, en Ferrara, pueden verse los originales: se trata de Emiliana Concha de Ossa, musa del pintor Giovanni Boldini, nacido en estas tierras a fines del siglo XIX. Como muchos jóvenes de su época, Boldini se mudó de joven a Florencia y luego a París, donde llegó a tener un importante reconocimiento en las exposiciones universales y los salones artísticos de la "belle epoque".
Boldini quedó fascinado con la belleza de aquella muchacha, sobrina del embajador de Chile en París, el también pintor Ramón Subercaseaux. También retrató Boldini al hijo del embajador, en quien seguramente encontró parecidos con el rostro de los infantes de las dinastías de Ferrara. Emiliana y su primo tenían esa palidez de los príncipes y duques de la Romagna, que habían vivido buena parte de sus vidas dentro de los muros de castillos y palacios medievales. Boldini no sólo retrató a los jóvenes chilenos sino que, como Velázquez, se retrató a sí mismo, varias veces, en su estudio, con los cuadros de Emiliana y el niño Subercaseaux.
En uno de esos cuadros, una mujer observa el retrato de Emiliana, mientras el pintor asoma la cabeza por detrás de la tela. Se trata de una operación similar a la discutida por Michel Foucault, a propósito de Las meninas, al inicio de Las palabras y las cosas, por la cual la obra de arte asume la función de reproducirse a sí misma y el artista rinde culto a su persona y su oficio. Hay picardía y, a la vez, orgullo en la cara de Boldini, detrás del lienzo. Hay juego y sentido especular en esa reproducción de sí mismo, que recuerda los espejos al frente de los portales de Bologna. Quien camina por esos portales interminables siente que su imagen se repite sin remedio, como si se tratara del eco o la resonancia de una voz inaudible.
Boldini quedó fascinado con la belleza de aquella muchacha, sobrina del embajador de Chile en París, el también pintor Ramón Subercaseaux. También retrató Boldini al hijo del embajador, en quien seguramente encontró parecidos con el rostro de los infantes de las dinastías de Ferrara. Emiliana y su primo tenían esa palidez de los príncipes y duques de la Romagna, que habían vivido buena parte de sus vidas dentro de los muros de castillos y palacios medievales. Boldini no sólo retrató a los jóvenes chilenos sino que, como Velázquez, se retrató a sí mismo, varias veces, en su estudio, con los cuadros de Emiliana y el niño Subercaseaux.
En uno de esos cuadros, una mujer observa el retrato de Emiliana, mientras el pintor asoma la cabeza por detrás de la tela. Se trata de una operación similar a la discutida por Michel Foucault, a propósito de Las meninas, al inicio de Las palabras y las cosas, por la cual la obra de arte asume la función de reproducirse a sí misma y el artista rinde culto a su persona y su oficio. Hay picardía y, a la vez, orgullo en la cara de Boldini, detrás del lienzo. Hay juego y sentido especular en esa reproducción de sí mismo, que recuerda los espejos al frente de los portales de Bologna. Quien camina por esos portales interminables siente que su imagen se repite sin remedio, como si se tratara del eco o la resonancia de una voz inaudible.
viernes, 2 de octubre de 2015
La estatua de Savonarola en Ferrara
No se ve, al pie de la estatua de Girolamo Savonarola, en Ferrara, el nombre del escultor pero sí sabemos el año en que fue esculpida: 1875. Quien haya sido el escultor, en los últimos años del reinado de Victor Manuel, tuvo muy presente el conflicto con la Santa Sede que estalló por entonces. La disputa con el Papa Pío IX, por la residencia del titular del Vaticano, puede leerse en el rostro de Savonarola. La idea del fanatismo del fraile dominico no se oculta en la gestualidad o en el semblante crispado y poseído del monje de Ferrara.
Allí mismo, a unos metros del foso del Castillo Estense y en la contraesquina de la catedral de Ferrara, pudo haber predicado Savonarola contra los lujos de la Iglesia. Pero al final del trono de Victor Manuel, en plena difusión del liberalismo, la masonería o la versión más secular del jansenismo, aquellas "hogueras de vanidades" eran vistas como trances del dogmatismo. No es la estatua de Savonarola un homenaje a la intransigencia o el retrato de un visionario, como algunos lo interpretan, sino una crítica del rapto de la ortodoxia, del arrobamiento de una fe inspirada en la exclusividad de la gracia.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
El comunismo cubano y los regímenes híbridos del siglo XXI
La teoría del totalitarismo ha evolucionado de Hannah Arendt a nuestros días, al paso de la propia evolución de la teoría de la democracia. Pero no se trata únicamente de una evolución dentro del campo de la teoría política. Las nuevas conceptualizaciones de los regímenes no democráticos son un intento de captar la complejidad y las mixturas que se producen en la práctica política contemporánea. Teóricos como el profesor de Harvard, Steven Levitsky, han intentado dar cuenta de esa transformación utilizando términos como "regímenes híbridos" o autoritarismos competitivos para referirse a las mezclas cada vez más frecuentes entre formas democráticas y no democráticas de gobierno, que observamos en países como Venezuela, Rusia, Irán o Nicaragua.
Los comunismos que aún subsisten en el planeta -y uso aquí el concepto de comunismo como se maneja en la teoría política no en la filosofía neomarxista- describen una marcada tendencia a su reconstitución como regímenes híbridos. China y Viet Nam serían los casos más evidentes, por el avance que ha tenido en esos países la economía de mercado y por la incipiente, casi imperceptible, incorporación de mecanismos electorales, parlamentarios o de gobernanza democrática, como ha observado el estudioso catalán Marc Selgas. No sería extraño que en los próximos años, esa tendencia, que se advierte más claramente en Viet Nam, comience a manifestarse en Cuba. Naturalmente, el avance hacia un régimen híbrido es más lento en los pocos países comunistas que quedan en el mundo, que en los que provienen de una democracia o un autoritarismo.
Un régimen híbrido, como sostiene Levitsky, es una mezcla terrible de corrupción, impunidad, despotismo, creciente disparidad social, represión sistemática, más elecciones regulares y pluralismo acotado. Pero es un régimen que, por lo menos, permite a las oposiciones, a la sociedad civil y a la esfera pública comenzar a movilizar sus demandas, de cara a la ciudadanía, en busca de consensos que conduzcan a una transición democrática. Por supuesto que Cuba está muy lejos de eso, pero las mutaciones que está viviendo su régimen en los últimos tres años podrían encaminarse en esa dirección, como sostenemos en el ensayo "La democracia postergada", incluido en el volumen Cuba. ¿Ajuste o transición? (2015), coordinado por Velia Cecilia Bobes en Flacso, México. Pensar que el régimen cubano actual es el mismo que hace cuarenta años, cuando concluyó su constitución, o que hace 55 años cuando comenzó a construirse, es un error teórico y político. Un error que puede servir para procesar el duelo, escribir literatura, realizar protestas locales o hacer una oposición testimonial, pero no para intervenir directamente en la reforma de ese régimen o en su democratización.
Los comunismos que aún subsisten en el planeta -y uso aquí el concepto de comunismo como se maneja en la teoría política no en la filosofía neomarxista- describen una marcada tendencia a su reconstitución como regímenes híbridos. China y Viet Nam serían los casos más evidentes, por el avance que ha tenido en esos países la economía de mercado y por la incipiente, casi imperceptible, incorporación de mecanismos electorales, parlamentarios o de gobernanza democrática, como ha observado el estudioso catalán Marc Selgas. No sería extraño que en los próximos años, esa tendencia, que se advierte más claramente en Viet Nam, comience a manifestarse en Cuba. Naturalmente, el avance hacia un régimen híbrido es más lento en los pocos países comunistas que quedan en el mundo, que en los que provienen de una democracia o un autoritarismo.
Un régimen híbrido, como sostiene Levitsky, es una mezcla terrible de corrupción, impunidad, despotismo, creciente disparidad social, represión sistemática, más elecciones regulares y pluralismo acotado. Pero es un régimen que, por lo menos, permite a las oposiciones, a la sociedad civil y a la esfera pública comenzar a movilizar sus demandas, de cara a la ciudadanía, en busca de consensos que conduzcan a una transición democrática. Por supuesto que Cuba está muy lejos de eso, pero las mutaciones que está viviendo su régimen en los últimos tres años podrían encaminarse en esa dirección, como sostenemos en el ensayo "La democracia postergada", incluido en el volumen Cuba. ¿Ajuste o transición? (2015), coordinado por Velia Cecilia Bobes en Flacso, México. Pensar que el régimen cubano actual es el mismo que hace cuarenta años, cuando concluyó su constitución, o que hace 55 años cuando comenzó a construirse, es un error teórico y político. Un error que puede servir para procesar el duelo, escribir literatura, realizar protestas locales o hacer una oposición testimonial, pero no para intervenir directamente en la reforma de ese régimen o en su democratización.
martes, 29 de septiembre de 2015
Revolución, régimen, orden
Uno pensaría que la distinción entre conceptos elementales de la política moderna es un asunto exclusivo de los primeros semestres de cualquier licenciatura en ciencias sociales, pero, lamentablemente, no es así. En la vida diaria e, incluso, en las intervenciones en la opinión pública de escritores, académicos o intelectuales, sin formación en filosofía o teoría políticas, se mezclan los conceptos o se les atribuye una connotación intercambiable.
Es lo que a veces se lee en relación con los términos revolución, régimen y orden, que los mejores historiadores del siglo XIX, como Alexis de Tocquevile en El antiguo régimen y la Revolución (1856), usaban de manera diferenciada. Según Tocqueville una revolución era un proceso de cambio social y político que destruía un viejo régimen y construía uno nuevo. Por ser un proceso que involucraba a buena parte de la sociedad, la revolución no podía identificarse con un líder, una corriente política, un Ejército o una clase, contrario a lo que argumentaba Marx por esos mismos años. Tampoco podía reducirse su significado al nuevo régimen o al nuevo orden construidos, ya que en buena medida una vez que el proceso de cambio se consumaba la revolución concluía.
Es en el concepto de régimen donde nos apartamos más de Tocqueville. En aquella época seguía vigente la clasificación de las formas de gobierno (monarquía y república, democracia y aristocracia, despotismo y tiranía) heredadas de Aristóteles y los antiguos y reformulada por los modernos en obras de Hobbes, Locke, Maquiavelo o Montesquieu. Tocqueville pensaba el régimen como el reino ascendente de la igualdad, en el que la sociedad, más que el gobierno mismo, se volvía más democrática en la medida que dejaba de ser aristocrática. Hoy, en cambio, régimen es un concepto político, no social, que decide los elementos democráticos o no del sistema.
Sin embargo, cuando Tocqueville utilizaba la palabra orden lo hacía en un sentido muy similar a como se utiliza en las ciencias sociales contemporáneas. El concepto de orden es el más abarcador de los tres porque incluye el sistema jurídico y político, la estratificación social, la distribución de la propiedad, la recaudación fiscal, el Estado de derecho, la ciudadanía, los ejércitos y hasta las relaciones con la Iglesia. Si se quiere hablar con una mínima claridad conceptual sobre la política moderna, de cualquier país, es absurdo atribuir el campo semántico de revolución al de régimen o el de éste al de orden.
Esta terminología es tan válida para los regímenes democráticos como para los no democráticos, sean fascistas o comunistas, totalitarios o autoritarios. La teoría del totalitarismo ha evolucionado de Hannah Arendt a Juan Linz, por poner un solo ejemplo, y ya entiende el régimen totalitario estrictamente como régimen político, no como orden social. Lo totalitario define una forma específica de la identidad no democrática del sistema político, que es diferente, a su vez, a la autoritaria, como son diferentes una tiranía y una dictadura. Por lo tanto, el concepto de totalitarismo no capta toda la relación entre un Estado y una sociedad en un momento determinado, mucho menos en la era global.
Es lo que a veces se lee en relación con los términos revolución, régimen y orden, que los mejores historiadores del siglo XIX, como Alexis de Tocquevile en El antiguo régimen y la Revolución (1856), usaban de manera diferenciada. Según Tocqueville una revolución era un proceso de cambio social y político que destruía un viejo régimen y construía uno nuevo. Por ser un proceso que involucraba a buena parte de la sociedad, la revolución no podía identificarse con un líder, una corriente política, un Ejército o una clase, contrario a lo que argumentaba Marx por esos mismos años. Tampoco podía reducirse su significado al nuevo régimen o al nuevo orden construidos, ya que en buena medida una vez que el proceso de cambio se consumaba la revolución concluía.
Es en el concepto de régimen donde nos apartamos más de Tocqueville. En aquella época seguía vigente la clasificación de las formas de gobierno (monarquía y república, democracia y aristocracia, despotismo y tiranía) heredadas de Aristóteles y los antiguos y reformulada por los modernos en obras de Hobbes, Locke, Maquiavelo o Montesquieu. Tocqueville pensaba el régimen como el reino ascendente de la igualdad, en el que la sociedad, más que el gobierno mismo, se volvía más democrática en la medida que dejaba de ser aristocrática. Hoy, en cambio, régimen es un concepto político, no social, que decide los elementos democráticos o no del sistema.
Sin embargo, cuando Tocqueville utilizaba la palabra orden lo hacía en un sentido muy similar a como se utiliza en las ciencias sociales contemporáneas. El concepto de orden es el más abarcador de los tres porque incluye el sistema jurídico y político, la estratificación social, la distribución de la propiedad, la recaudación fiscal, el Estado de derecho, la ciudadanía, los ejércitos y hasta las relaciones con la Iglesia. Si se quiere hablar con una mínima claridad conceptual sobre la política moderna, de cualquier país, es absurdo atribuir el campo semántico de revolución al de régimen o el de éste al de orden.
Esta terminología es tan válida para los regímenes democráticos como para los no democráticos, sean fascistas o comunistas, totalitarios o autoritarios. La teoría del totalitarismo ha evolucionado de Hannah Arendt a Juan Linz, por poner un solo ejemplo, y ya entiende el régimen totalitario estrictamente como régimen político, no como orden social. Lo totalitario define una forma específica de la identidad no democrática del sistema político, que es diferente, a su vez, a la autoritaria, como son diferentes una tiranía y una dictadura. Por lo tanto, el concepto de totalitarismo no capta toda la relación entre un Estado y una sociedad en un momento determinado, mucho menos en la era global.
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