Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 15 de octubre de 2011

El soneto 29 de Shakespeare por Rufus Wainwright y Robert Wilson



When, in disgrace with fortune and men's eyes,
I all alone beweep my outcast state
And trouble deaf heaven with my bootless cries
And look upon myself and curse my fate,
Wishing me like to one more rich in hope,
Featured like him, like him with friends possess'd,
Desiring this man's art and that man's scope,
With what I most enjoy contented least;
Yet in these thoughts myself almost despising,
Haply I think on thee, and then my state,
Like to the lark at break of day arising
From sullen earth, sings hymns at heaven's gate;
For thy sweet love remember'd such wealth brings
That then I scorn to change my state with kings.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Más allá de la estación de Finlandia



Decíamos, hace unos días, que algo que une a Mariátegui, Benjamin y Gramsci, es la importancia que estos tres marxistas dieron a las vanguardias literarias y la autonomía intelectual. Esa actitud debió enfrentarlos, inevitablemente, con la filosofía del marxismo-leninismo y con la política cultural del estalinismo, ya que estos últimos, al sostener la institución del partido único y la ideología de Estado, eliminaban las condiciones de posibilidad del arte vanguardista y de la sociabilidad independiente entre artistas y escritores.
No por gusto, en sus ensayos, Mariátegui celebraba que los ultraístas se sirvieran tan libremente de la tradición y hasta se proclamaran herederos del Martín Fierro, que Jorge Luis Borges, un “escritor saturado de occidentalismo y modernidad, adoptara frecuentemente la prosodia popular” o que elogiara la “independencia” de Manuel González Prada, José María Eguren, César Vallejo, Alberto Hidalgo, Magda Portal y casi todas las grandes figuras del modernismo y la vanguardia peruana. Para Mariátegui, el marxismo tenía que ver con la autonomía estética e ideológica, no con la dirección política de la cultura desde la burocracia de un partido comunista.
Benjamin, Gramsci y Mariátegui serían sólo algunos de los primeros marxistas del siglo XX que entendieron de esa manera la literatura. Luego de ellos vendrían escritores entrañables como el norteamericano Edmund Wilson, lector de Valéry y Eliot, Proust y Joyce, Hemingway y Faulkner, Scott Fitzgerald y Nabokov, quien idealizó la llegada de Lenin a la estación de Finlandia como el arribo de toda la tradición redentorista de la filosofía moderna, que acompañaría el cambio cultural emprendido por la Revolución de Octubre.
Después de Wilson, las mejores aproximaciones del marxismo a la teoría literaria han provenido de escritores antiestalinistas o críticos del totalitarismo comunista. La obra del marxista británico Raymond Williams, ligado a la Escuela de Birmingham, hace palidecer, por ejemplo, a su admirado maestro, el húngaro Georg Lukács, quien apostó todo al realismo o a la “peculiaridad de lo estético”. Lo mismo podría decirse de la ventaja que Jacques Rancière le saca, hoy en día, a Jean Paul Sartre, en estudios literarios como La palabra muda (1998).
Mientras más lejos está, ideológicamente, del marxismo-leninismo, más recursos críticos posee el marxismo occidental para pensar el arte literario. Mientras más consciente es de la importancia de la autonomía intelectual para el logro de una literatura de vanguardia, más eficaz es su aprovechamiento de la teoría de la historia desarrollada por Marx. Para que el marxismo lograra esa plenitud crítica, deseada por Mariátegui, fue preciso que el noble sueño de la estación de Finlandia se trocara en la pesadilla del gulag.

jueves, 6 de octubre de 2011

Retrato del marxista latinoamericano

Una buena prueba del atractivo intelectual del marxismo como teoría de la historia social y del capitalismo moderno es que, a pesar de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre América Latina, esta región se convirtió, en el último siglo, en una de las zonas del mundo con más marxistas per cápita. Lo que Marx y Engels pensaron sobre Bolívar, Haití, México o la expansión territorial de Estados Unidos fue relativizado o desconocido –los textos de Marx y Engels sobre América Latina no circularon plenamente hasta la edición de los mismos en las editoriales mexicanas Siglo XXI y Cuadernos del Pasado y el Presente en los 70- por varias generaciones de comunistas latinoamericanos.
Un siglo de marxismo latinoamericano es tiempo suficiente para observar las luces y sombras de esa tradición. Podemos recorrer con la vista los nombres fundamentales del marxismo en cada nación latinoamericana (Juan B. Justo, Luis Emilio Recabarren, Aníbal Ponce, Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Ernesto Guevara, Roque Dalton, Nahuel Moreno, Fernando Martínez Heredia…) y, más allá de cualquier preferencia doctrinal o política, se hace difícil cuestionar la creatividad y el refinamiento que, dentro de esa tradición, distinguieron al peruano José Carlos Mariátegui (1895-1930). No hay otro marxista latinoamericano que haya alcanzado tal mezcla de originalidad y autonomía.
En Mariátegui, a diferencia de tantos discípulos de Moscú, el marxismo no era una terminología impostada sino un lenguaje incorporado y recreado. Como el escritor de vanguardia que fue, este ensayista peruano sumó el marxismo como un referente más de una escritura que pocas veces se ve colonizada por la jerga del materialismo histórico o dialéctico. Para Mariátegui esa autonomía no fue, únicamente, una cuestión de estilo, fue, ante todo, un asunto de independencia intelectual. Esa asunción del marxismo desde un lugar vanguardista y autónomo se produjo durante su estancia en Europa, entre 1918 y 1923, cuando recorrió Italia, Alemania, Francia, Austria, Checoslovaquia y Bélgica y, sintomáticamente, no visitó la Unión Soviética.
La elegancia estilística e ideológica del marxismo de Mariátegui se lee en las primeras páginas de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). El exergo que escoge es nada menos que de ese demonio del irracionalismo burgués que, según Moscú, fue Friedrich Nietzsche, en Der Wenderer und sein Schatten (El caminante y su sombra), que lo conecta con la defensa del sentido fragmentario de la escritura, que también podríamos encontrar en otros dos marxistas europeos, contemporáneos suyos, Antonio Gramsci y Walter Benjamin: “ya no quiero leer a ningún autor en el que se advierta su intención de hacer un libro, sino a aquellos cuyos pensamientos se convirtieron espontáneamente en un libro”.
Luego, en la “Advertencia”, la autonomía intelectual de Mariátegui vuelve a sorprendernos. Cita de nuevo a Nietzsche y dice que, como este, “quiere meter toda su sangre en sus ideas” y se defiende del cargo de “europeizante” que algunos le levantan. Su defensa no se inspira en José Martí o en José Enrique Rodó sino ¡en Domingo Faustino Sarmiento!, el gran liberal argentino, admirador de Estados Unidos: “he hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeo u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino”.
A tono con esta entrada, el debate con el liberalismo latinoamericano que sostiene Mariátegui en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) es de una cortesía asombrosa. En los temas centrales, que son los de la tierra y el indio, el marxista peruano apuesta por un reparto agrario radicalmente distinto al liberal, ya que propone el reconocimiento de la propiedad comunal, en la línea constitucional abierta por la Revolución Mexicana. Pero aún en medio de su polémica con el liberalismo no desprecia nunca lo que éste avanzó en materia de educación laica y hasta admite que una reforma agraria de tipo liberal, basada en la pequeña o la mediana propiedad, que limite el latifundismo, no carece de ciertas ventajas.
El ejemplo que tiene en mente es el de las reformas agrarias liberales y “antibolcheviques” que se emprendieron en algunos países de Europa del Este –Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Polonia-, luego de la Revolución de Octubre, y que él conoció durante sus viajes. Sin embargo, Mariátegui contrapone esas experiencias de reparto agrario, no a la colectivización soviética, sino a la restitución y dotación de ejidos demandadas por Emiliano Zapata y los revolucionarios mexicanos, con las que él simpatiza y que son las que considera adecuadas para las comunidades indígenas y campesinas del Perú. Tan sólo este pasaje de los Siete ensayos es suficiente para retratar la herejía marxista de Mariátegui:

“Para quienes se mantienen dentro de la doctrina demoliberal –si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre- pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República”.

lunes, 3 de octubre de 2011

Releer a Kautsky





En el valiente libro La imagen de América en el marxismo (2005), Arturo Chavolla se interna en el delicado tema de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre Latinoamérica y lo hace, a diferencia de José Aricó y otros estudiosos del asunto, sin ese exceso de ponderaciones y llamados al contexto que tienden, por lo general, a disculpar a Marx y a Engels por sus juicios. Las conclusiones de Chavolla son tajantes:

“Para Marx, los pueblos latinoamericanos no tenían ni dirección ni destino ni historia, todo lo cual los convertía de alguna manera en pueblos “inmóviles”, donde no acontecía nada importante, y donde sólo podían nacer hombres superficiales e incapaces que, según Engels, fueron hechos a partir de los “residuos de los pueblos”, sin futuro, sumergidos en un mundo irracional”.

Esa visión eurocéntrica de América Latina, por parte de los fundadores del marxismo, según Chavolla, demostraba su mayor limitación a la hora de comprender el problema colonial. Un tema que, junto con el de los nuevos imperialismos, se debatió con intensidad en el seno de la Segunda Internacional y, especialmente, durante el Congreso de Stuttgart, en 1907. La percepción que trasmite Chavolla de los mismos es muy distinta a la que construyeron Lenin y Trotski y que luego vulgarizaría Stalin.
Lenin, como es sabido, se enfrentó a las ideas del socialdemócrata germánico Karl Kautsky, nacido en Praga en 1854 y muerto en Ámsterdam en 1938, quien había estado muy cerca de Engels durante su estancia en Londres y había redactado el Programa de Erfurt, que estableció las posiciones de la socialdemocracia alemana durante la Segunda Internacional. Pero las críticas teóricas de Lenin a Kautsky –siempre fue así en Lenin, la teoría, máscara de la práctica- tenían como telón de fondo las diferencias entre ambos líderes sobre la actuación del movimiento obrero ante la Primera Guerra Mundial, la democracia parlamentaria y la dictadura del proletariado.
En varios textos, “El imperialismo, fase superior del capitalismo” (1916), El Estado y la Revolución (1917) y, finalmente, en “La revolución proletaria y el renegado Kautsky" (1918), respuesta a su vez al folleto de Kautsky, “La dictadura del proletariado” (1918), que resumía las críticas de este último al proyecto bolchevique, Lenin calificó al líder socialdemócrata como “social-imperialista” –entre tantos epítetos menos elegantes- y relacionó su equivocada comprensión de la Revolución de Octubre y la dictadura del proletariado con una interpretación difusa de fenómenos históricos contemporáneos como el imperialismo y los procesos coloniales.
Sin embargo, en su libro, Chavolla nos cuenta otra historia. En el Congreso de Stuttgart, por ejemplo, fue Kautsky quien se enfrentó a los que él mismo -no Lenin- bautizó como “social-imperialistas” (Van Kol, David, Bernstein…), quienes, a pie juntillas, seguían el eurocentrismo de Marx y Engels para sostener que los procesos de liberación nacional en las colonias tenían poco valor para la causa comunista por la escasa industrialización de las mismas. En trabajos como “La vieja y la nueva política colonial” (1907) y “Socialismo y política colonial” (1907), escritos al calor de los debates de Stuttgart, Kautsky anotaba:

“Si la moral capitalista estableció que es en beneficio de la civilización y de la sociedad que las clases y las naciones atrasadas sean sometidas, la moral proletaria afirma, por el contrario, que es en aras de la civilización y de la sociedad que todos los oprimidos se liberen de las cadenas que les han sido impuestas. El proletariado, por ser la clase más oprimida, no puede romper sus cadenas sin destruir todo tipo de dominación, sin poner fin a todas las formas de dominación clasista”.

Y concluía:

“Es suficiente saber que para el triunfo completo del proletariado y la expansión del socialismo no es en lo absoluto necesario que el capitalismo llegue a los países atrasados… Sería tremendamente monstruoso que el proletariado se plantee como obligación contribuir al camino del capitalismo en su acceso a otros países, cuando éste lo combate con tanta intensidad”.

No era Kautsky, por tanto, un “social-imperialista”, como con un golpe bajo intentaba Lenin presentarlo, ni era insensible a la lucha anticolonial, como tantos de sus contemporáneos en la socialdemocracia alemana. Chavolla recuerda que en la correspondencia entre Kautsky y Engels, después de la muerte de Marx, el primero le insistía al segundo sobre lo importante que era que el marxismo desarrollara una teoría de los procesos coloniales y se identificara con las luchas de los pueblos colonizados.
Lo que Kautsky objetaba del proyecto bolchevique era la concepción de la “dictadura del proletariado” que, a su juicio, había sido mencionada pero no desarrollada por Marx. Lenin no sólo le ripostaba que Marx sí había desarrollado dicha teoría –a pesar de reconocer a regañadientes que no había nadie que conociera mejor la obra de Marx que Kautsky- sino que le atribuía el argumento de que el socialismo no podía triunfar en un país atrasado. Esto último sería cuestionable a la luz de los textos comentados.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Martí, crítico del nacionalismo alemán


Recepción tras recepción, uso tras uso, en el último siglo José Martí se ha convertido en un símbolo nacional más de los cubanos. Como la bandera o el himno, a este poeta y político del siglo XIX se le adjudican los contenidos de un nacionalismo que, sin embargo, no es legible en su obra. Martí fue, desde luego, un partidario de la soberanía nacional de la isla y un crítico del expansionismo norteamericano, pero, por su relación distante con el positivismo y el arraigo de su visión republicana de la cultura, no fue un nacionalista romántico o esencialista.
Una nota que envió a La Nación de Buenos Aires, en junio de 1885, da cuenta del rechazo de Martí por el nacionalismo romántico a la alemana que desde fines del XVIII y , sobre todo, mediados del XIX, se desarrollaba en la antigua Prusia. El punto culminante de ese nacionalismo, según Martí, podía encontrarse en las políticas impulsadas por el canciller Otto von Bismarck desde los años previos a la guerra franco-prusiana de 1871. Además del proteccionismo comercial, una de esas políticas fue la no admisión de la doble nacionalidad que, unida a una aplicación rigurosa de la leva militar, provocó que muchos jóvenes de padres alemanes emigrantes, nacidos fuera de Alemania, fueran retenidos en territorio alemán durante viajes familiares y estancias temporales en la tierra de sus antepasados.
En el pasaje que reproduzco a continuación, Martí critica tanto el proteccionismo comercial como el control, por parte del Estado prusiano, de la emigración alemana:

“¿Los alemanes naturalizados, y sus hijos en los Estados Unidos, caen de nuevo en la ciudadanía alemana? Parece que sí caen: y que tan oscuro anda el asunto, que Alemania ha sostenido como soldado a un joven hijo de alemán, nacido y educado en San Luis (Saint Louis, Misuri), que por la Constitución americana pudiera ser elegido a la Presidencia de los Estados Unidos. Bismarck gruñe, y da con la bota de hierro en el suelo, cada vez que los vapores de inmigrantes se le llevan a América, con sus gabanes de lana y sus cachuchas, la pipa en los labios, y en la mano la jarra de cerveza, a una barcada de soldados futuros, y de espaldas anchas y corazón bueno. Bismarck aborrece a los Estados Unidos. Ayer, cerraba a la carne de cerdo americana sus mercados, so pretexto de que iba enferma y dañina, cuando era la verdad que los que de comer cerdo morían, morían de haber comido el mal cerdo alemán; hoy, ya trabaja por cerrar la Alemania a los granos y el petróleo de los Estados Unidos. Y como ve con ojos hondos, y muy en las entrañas de los pueblos, desafía al norteamericano sin ningún embarazo, y vuelve a desafiarlo al día siguiente, siendo raro que, si puso la mano en un alemán, naturalizado en los Estados Unidos, o en su hijo, ablande el modo huraño y consienta en devolver a los cautivos: antes parece que se goza en negarlo de una manera brusca”.

Esta crónica de Martí debió ser leída con entusiasmo en la Argentina de Sarmiento, Mitre y Roca, donde vivían tantos inmigrantes europeos. La crítica al nacionalismo conectaba a Martí, además, con los primeros socialistas latinoamericanos (Juan B. Justo, Plotino C. Rhodakanaty, Diego Vicente Tejera…), los de fines del XIX, que rechazaron, a la vez, las formulaciones nacionalistas que provenían, tanto, de la eugenesia o el evolucionismo positivista como del espiritualismo o el modernismo hispanoamericano. Una vez más, en aquella Babel ideológica finisecular, Martí aparece como un republicano neoclásico.

martes, 27 de septiembre de 2011

What if I take my problem to United Nations?




El líder palestino Mahmud Abbas y la Organización para la Liberación de Palestina han colocado al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y al gobierno de Barack Obama frente a un verdadero dilema. Si el Departamento de Estado o la Casa Blanca no previeron que Abbas pediría el reconocimiento de Palestina, como la nación 194, ante la pasada sesión de la Asamblea General, el estado de la inteligencia y la diplomacia norteamericana deja mucho que desear.
La única manera de explicar que una demanda así no haya sucedido antes es que la diplomacia norteamericana era lo suficientemente hábil como para convencer a los palestinos de su genuino deseo de que la nación árabe alcanzara condición de estado y soberanía plena. Washington logró, sobre todo desde los años de Bill Clinton, sostener un rol mediador entre Israel y Palestina que le permitió administrar el conflicto de acuerdo con sus tiempos y sus intereses. Ese rol, como ha reconocido Thomas L. Friedman en el New York Times, ha hecho crisis.
¿Por qué? No sólo por el descuido diplomático con que la administración Obama ha tratado el Medio Oriente o por su comprensible apuesta por el efecto democratizador de la “primavera árabe”. También, o ante todo, por el ascenso de la intransigencia en Tel Aviv, el desenfreno del proyecto colonizador y el incremento de la presión del lobby judío norteamericano sobre un presidente que debía defenderse de los prejuicios raciales de la derecha de su país y del estigma musulmán que esta última le impuso. En la misma línea de Friedman, Mario Vargas Llosa lo ha expresado con claridad, el pasado domingo, en El País:


“El avance y la multiplicación de los asentamientos de colonos en territorio palestino, tanto en Cisjordania como en Jerusalén oriental, que no ha cesado en ningún momento, hace que sean muy poco convincentes las declaraciones de los actuales dirigentes israelíes de que están dispuestos a aceptar una solución negociada del conflicto. ¿Cómo puede haber una negociación seria y equitativa al mismo tiempo que los colonos, armados hasta los dientes y protegidos por el Ejército, prosiguen imperturbables su conquista del Gran Israel?”



Ahora Barack Obama y su gobierno deberán sumar una nueva incongruencia a su deseo de una política exterior multilateral. Presionarán al Consejo de Seguridad para que no apruebe la solicitud de Abbas o ejercerán su derecho al veto en caso de que se apruebe. Si el pleno de la Asamblea reconoce a Palestina como miembro observador, Estados Unidos e Israel se quedarán solos en su rechazo a que esa pequeña nación árabe sea legítimamente reconocida en un foro clave de la comunidad internacional.
El argumento de Obama es válido: la paz entre Israel y Palestina no se logra por medio de resoluciones de Naciones Unidas. Mañana puede Palestina ocupar su lugar en la ONU y los asentamientos en la franja de Gaza no tienen por qué detenerse ni el terrorismo islámico de Hamás tiene por qué mermar. Pero el contra-argumento de Friedman y Vargas Llosa también es válido: el reconocimiento de Palestina como estado-nación en la ONU tampoco obstruye el proceso de paz y, de hecho, puede acelerarlo.
Barack Obama queda en una posición terriblemente incómoda, ya que él mismo y su gobierno sí creen en la solución negociada del conflicto y en la legitimidad del Estado nacional palestino. ¿Cuántos votos le regalará la comunidad judía de Estados Unidos al presidente por su oposición al asiento de Palestina en la ONU? Muy pocos, seguramente. Por donde quiera que se mire, y para satisfacción de sus más retrógrados enemigos, el líder demócrata no sale bien librado de esta encrucijada.



domingo, 25 de septiembre de 2011

Martí, Dana y la prensa newyorkina




Hace unos días mencionábamos aquí a Charles Anderson Dana, el gran periodista newyorkino del siglo XIX, amigo de Marx y de Martí. Reproduzco a continuación un par de juicios de Martí sobre el editor de The New York Sun, donde el poeta y político cubano publicó sus primeros textos en inglés. El primero proviene de una crónica para La Opinión Nacional de Caracas, de febrero de 1882, en la que Martí describe, con entusiasmo, la diversidad de periódicos que se editan en Nueva York. El segundo, de la conocida crónica sobre la Exposición Universal de Nueva York de 1892 -idea, según Martí, del propio Dana-, para La Nación de Buenos Aires, en la que hay algunas ideas útiles sobre el periodismo:

“Fue el incendio en la mañana, en casa de numerosos pisos, llena toda de oficinas de periódicos, porque, como evocados por la estatua de Franklin que preside la plaza cercana, afluyen en aquellos contornos todos los soldados de la Prensa. Por allí está el Sun, con Carlos Dana, su jefe hidalgo, romántico y benevolente; por allí el Tribune, donde escribió Greeley (Horace Greeley, editor del Tribune), que supo sembrar fresas y verdades, y escribe Whitelaw Reid (también editor del Tribune), que sabe hablar y odiar; por allí está el Times, diario severo cuyo jefe joven es honrado y brusco (James Gordon Bennett Jr.). Allí estuvo el World, hoy vendido a un negociante (Joseph Pulitzer); allí había aún periódicos notables que enseñan a sembrar, a comprar y vender, a trabajar en artes, a preservar cosechas, a criar ganados”.

“Dana, el hombre del Sun, palpa en lo vivo del país, y sabe por donde peca y por donde se le puede llevar del ronzal: sabe el del Sun lo que se apetece entre la gente acaudalada, en que entra él y cree, como diarista, que el buen diario ha de ser como el juglar, que siempre tiene una pelota por el aire. Y toma siempre la pelota del cesto de las preocupaciones populares. Por el del Sun se puede ver por donde viene aquí el juicio público, porque fuera de lo político, en que el odio personal le enturbia los espejuelos, es hombre que ve con singular claridad por donde se va hinchando la opinión, y no se le pone en frente, aunque crea que viene mal, sino se le monta en la cresta, para llegar con ella”.