Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Anatomía de un mito



Un par de libros más, comprados a menos 150 pesos –unos diez dólares- en librerías de viejo de la ciudad de México: Regreso de la URSS de André Gide y El mito soviético ante la realidad de Arthur Koestler. Ambos, pertenecientes a esa era en que los pequeños editores mexicanos (México Actual y Ediciones Estela) se ahorraban el trabajo de publicar el año de edición.
La fecha de publicación podría calcularse por el tiempo que le tomó a los dos magníficos traductores, Marcelo Rouvere y Odon Duran D’Ocon, poner en castellano las ediciones del libro de Gide en francés (1936) y del de Koestler en inglés, bajo el título The Yogi and the Commissar (1945). Sería interesante reconstruir, en la línea abierta por Alberto Ruy Sánchez, el impacto de aquellos libros en el México cardenista y postcardenista, cuando el comunismo mexicano logró su mejor entendimiento con Los Pinos.
Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, estos libros suenan moderados en su crítica a la Unión Soviética. Gide criticaba el culto a la personalidad de Stalin, el realismo socialista, la unanimidad de la prensa, la persecución de trotskistas y de todo “espíritu de contrarrevolución” y afirmaba que “suprimir la oposición a un Estado, o simplemente impedir que se pronuncie, es algo extremadamente grave; es una invitación al terrorismo”.
Sin embargo, Gide, que había declarado su “amor” a la URSS en los funerales de Gorki, en la Plaza Roja, apenas un año atrás, insistía en que su crítica era amistosa: “por mi admiración misma hacia la URSS, por los prodigios que ya ha realizado, se van a elevar mis críticas; a causa, también, de lo que aún esperamos de ella; a causa, sobre todo, de lo que ella nos permite esperar”.
Koestler, que escribió diez años después, cuando el estalinismo se había consolidado –pero, también, cuando gozaba de su mayor legitimidad en Occidente, por su papel en la derrota del nazismo- fue más contundente. Su “anatomía del mito” era implacable con las falacias soviéticas: “el disfraz sobre los hechos” (negar la hambruna de 1932-33 y la represión que acompañó a los procesos de Moscú), la “doctrina de la verdad esotérica” o “causalidad diabólica”, como la llamaba León Poliakov (Zinoviev era agente del Servicio de Inteligencia Británico), “distinción entre la estrategia y la táctica” (la pena de muerte contra huelguistas es un “expediente transitorio”), “el fin justifica los medios” (el pacto Molotov-Ribbentrop era necesario para vencer al nazismo), “la doctrina de los cimientos intactos”: se pueden admitir errores burocráticos, pero nunca negar la infalibilidad del líder ni la perfección del sistema.
Aún así Koestler hablaba desde una izquierda antifascista y “progresista”, que apelaba a citas de Marx y Engels para cuestionar que una economía “planeada y dirigida por el Estado” fuera verdaderamente socialista. La “argumentación –concluye- de que la economía soviética (es decir, la nacionalización) es socialismo resulta tan improcedente como la argumentación derechista de que la intervención y el planeamiento del Estado son fascismo”. Koestler respaldaba el control del Estado sobre algunos recursos estratégicos y servicios públicos.
La reacción de los comunistas occidentales contra Gide y Koestler fue fanática. Ambos fueron atacados ferozmente dentro y fuera de Francia, dentro y fuera de Estados Unidos, por no hablar de la estigmatización de Koestler que promovió el comunismo húngaro. La caída de la Unión Soviética fue provocada, entre otras cosas, por esa intolerancia a la crítica. Si los liberales hubieran reaccionado de manera similar a cada crítica a la democracia que se publicó en el siglo XX hoy casi todos los países del mundo serían fascistas.

martes, 29 de septiembre de 2009

Faulkner y el miedo

En la ciudad de México hay muchas y bien surtidas librerías de libros viejos. En la avenida Álvaro Obregón de la Colonia Roma, por ejemplo, o en la calle Donceles del Centro Histórico, es posible encontrar ediciones mexicanas e hispanoamericanas de la primera mitad del siglo XX e, incluso, de la segunda mitad del siglo XIX, en buen estado.
En una de esas librerías compré hace poco la edición en español de la novela A Fable (Una fábula) que William Faulkner escribió en Princeton en 1953, traducida por Antonio Ribera y publicada en Buenos Aires por la Editorial Jackson de Ediciones Selectas. A diferencia de El sonido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Las palmeras salvajes (1939) y otras novelas ambientadas en el mundo sureño de Estados Unidos o en Yoknapatawpha County, esta trata sobre la Primera Guerra Mundial y el miedo físico –al dolor, a la herida, a la muerte- que sentían los soldados en la lucha cuerpo a cuerpo entre trincheras y alambradas.
La edición argentina de Una fábula apareció con un conmovedor prólogo de Agustí Bartra, el poeta y prosista catalán, un republicano que vivió exiliado en México hasta su regreso a España en 1970, padre del antropólogo Roger Bartra. En dicho prólogo Bartra cita un pasaje del discurso de Faulkner, en Estocolmo, cuando recibió el Premio Nobel, en 1950, en el que se refleja aquella certidumbre del miedo como sentimiento vital: “la tragedia de nuestro tiempo consiste en un general y universal miedo físico durante tan largo tiempo sufrido que ya no podemos soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu. La pregunta es ésta: ¿cuándo volaré hecho pedazos?”.
Bartra establece una relación entre este Faulkner y Albert Camus que a algunos parecerá insostenible. La criatura aterrada, descrita por Faulkner, le parece otra versión de ese “hombre nadie y hombre todos. Ese hombre que puede imaginarse como Sísifo: rojo de fango y de alba, abrazado a la roca absurda que ha arrancado de la noche sin dioses y va empujando hacia la cumbre”. Bartra ve al último Faulkner como un narrador pacifista, en la tradición de Barbusse o Remarque, pero con una tendencia a la mística y a la moral, legada por Melville, que lo aproximaba a Camus.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Benjamin en Ibiza






Walter Benjamin pasó dos temporadas en Ibiza, la isla de las Baleares: la primavera de 1932 y el verano de 1933. Allí, en casa de sus amigos, los Noeggerath, a Benjamin se le iba el día leyendo, paseando por los bosques de la isla, bañándose y asoleándose en sus playas.
Las cartas a Gershom Scholem, Siegfried Kracauer y otros amigos suyos, editadas el año pasado por la editorial valenciana Pre-Textos, trasmiten el redescubrimiento que hizo entonces Benjamin del Mediterráneo, a cuyas orillas pasó algunas de las horas más felices de su corta y atormentada vida. Muy diferente ese Mediterráneo verde y claro al amarillento y sombrío que encontrará siete años después en Portbou.
La voracidad y, al mismo tiempo, la disciplina del Benjamin lector se hacen notar en esas cartas. Benjamin lee entonces a Stendhal, Flaubert, Proust, Gide, Green, Wilder y acompaña la lectura de estos novelistas con el estudio de textos ensayísticos como la Simbología de Mohler, la historia de Erbkam sobre las sectas cristianas, el Lenin y la filosofía de Luppol, la Historia del bolchevismo de Arthur Rosenberg y dos tratados clásicos del pensamiento español: el Oráculo manual y El arte de la prudencia de Gracián.
Es en esas vacaciones en Ibiza cuando Benjamin lee seriamente a Trotsky, especialmente, la autobiografía Mi vida y el primer volumen de la Historia de la revolución rusa, dedicado a la revolución de febrero. Las lecturas de Trotsky y Rosenberg llevaron a Benjamin a rechazar el calificativo “contrarrevolucionario” que los estalinistas aplicaban a todo aquel que no aceptara el liderazgo de Stalin. Según Benjamin, se trataba de una “expresión”, cuando menos, “confusa”.

domingo, 27 de septiembre de 2009

De "el tiempo" a los tiempos

Casi un siglo después de su aparición, en 1915, la editorial Trotta, en su colección “mínima”, ha reeditado el ensayito de Martin Heidegger “El concepto de tiempo en la ciencia histórica”. Allí Heidegger hacía una diferenciación entre la noción de tiempo en la física y en la historia, entendiendo ésta última como una “ciencia” con igual positividad que las ciencias naturales.
A pesar del lastre positivista del ensayo y de que fue escrito antes de la publicación de la teoría de la relatividad de Einstein, que se daría a conocer en el mismo año 1915, Heidegger apunta ideas sugerentes en sus comentarios sobre historiadores académicos como Troeltsch y Ranke y en su crítica a la historia oficial de los “documentos cancillerescos”. En esta última forma del saber Heidegger encontraba una “voluntad de poder”, no equivalente al “poder en el sentido de la violencia intelectual que ejerce la concepción del mundo de la ciencia natural”.
Aunque no es explícito sobre el asunto, es probable que Heidegger pensara entonces que la voluntad de poder de las historias oficiales era más dañina que la de las ciencias naturales, porque tenía a su disposición la fuerza represiva del Estado. Con los años y su observación crítica de los elementos destructivos de la revolución tecnológica del siglo XX esa percepción fue matizándose. La propia idea de la historia y del tiempo de Heidegger, como es sabido, cambió, y una buena muestra es el ensayo sobre Wilhelm Dilthey y la “lucha por la concepción histórica del mundo” (1925), que los editores de Trotta tuvieron a bien insertar en este volumen.
La principal diferencia entre ambos ensayos reside en que en el primero Heidegger entiende el pasado como “no presente”, mientras que en el segundo dirá que “el pasado está inmediatamente ahí como un presente que ha pasado”. Al introducir el argumento de la relatividad del tiempo, Heidegger critica la morfología civilizatoria de Spengler porque considera que la misma parte de la existencia de identidades o “almas culturales” predeterminadas e inmutables. Spengler, dice Heidegger, hace “botánica disfrazada de historia”.
La relatividad del tiempo produce, según Heidegger, una diversificación de los pasados y los presentes de la historia y una cada vez mayor interrelación entre esas dimensiones temporales. “El propio presente –como el pasado- es uno entre otros”. Las conexiones entre pasado, presente y futuro no hacen más que incrementarse a medida que la comprensión de la relatividad pasa de la física a las humanidades. Unas líneas del ensayo sobre Dilthey nos devuelven aquella lucidez heideggeriana, tan mal asimilada por los historiadores contemporáneos, y que quedará plenamente expuesta, dos años después, en la teoría del Dasein de Ser y tiempo (1927):

“El adelantarse a la posibilidad más extrema que me es propia, que todavía no soy, pero que seré, es ser-futuro. Yo mismo soy mi futuro a través del adelantarse. Yo no soy en el futuro, sino el futuro de mí mismo. Llegar a ser culpable no es otra cosa que llevar consigo el pasado. Llegar a ser culpable es ser pasado. El pasado se mantiene y es visible en el ser culpable”.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Monarquismo cultural

Son pocos pero no inexistentes los historiadores que escriben bien y que entienden la historia como un arte literario. La historiografía académica establece, con frecuencia, la historia como una ciencia social en la que la escritura farragosa y conceptualizada forma parte del método de exposición de ideas.
El peruano Fernando Iwasaki es un caso de historiador que sabe escribir. Su ensayo Nación peruana: entelequia o utopía (1988) es un buen ejemplo de historia intelectual bien escrita, donde se defiende la pluralidad ideológica del pasado. En aquel libro Iwasaki dedicaba igual atención al pensamiento del anarquista Manuel González Prada y del liberal Francisco García Calderón, del marxista José Carlos Mariátegui y del indigenista José María Arguedas.
Esa visión republicana de la historia intelectual peruana, en la que no hay príncipes o emperadores rigiendo la ciudad letrada desde algún Olimpo, se traslada ahora a toda Hispanoamérica en su libro rePublicanos. Cuando dejamos de ser realistas (Madrid, Algaba Ediciones, 2008), que le mereció el Premio Algaba de Biografías, Autobiografías, Memorias e Investigaciones Históricas.
Iwasaki no escribe republicanos con mayúscula porque observa y explora la paradoja de que, siendo Hispanoamérica una región que adoptó la forma republicana de gobierno antes que Francia, Alemania o Italia y que ha vivido los dos últimos siglos –exceptuando el Brasil de don Pedro y el México de Iturbide o Maximiliano- sin reinos o imperios, posee muchos elementos monárquicos en su cultura política. El último rey que gobernó esta parte del mundo fue Fernando VII.
Iwasaki no sólo relaciona ese monarquismo con la proliferación de caudillos y dictadores sino con una visión estratificada y jerárquica de los panteones heroicos que se manifiesta lo mismo en la política que en la literatura. El presidente en algunas repúblicas hispanoamericanas se asume y es asumido, con frecuencia, como un rey. Los héroes nacionales son monarcas que ejercen su soberanía sobre una comunidad de muertos célebres. Los escritores aspiran a ser “el escritor” de su país.
El monarquismo cultural hispanoamericano tiene como trasfondo una frágil concepción del individuo y el ciudadano. “Ni España ni las nuevas repúblicas hispanoamericanas –escribe Iwasaki- asimilaron el individualismo más allá de la retórica política y de la sintaxis constitucional…, en lugar de una soberanía individual que propiciara la libertad y fomentara sociedades abiertas, preferimos una soberanía tribal, corporativa y estamental, que en nombre de la igualdad nos condenó al narcisismo botarate de las sociedades cerradas”.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El continente olvidado


A medio camino entre el cuaderno de viaje, el análisis político y la crítica literaria, El insomnio de Bolívar, libro de ensayos del novelista mexicano Jorge Volpi, que ganó la más reciente edición del II Premio Iberoamericano Debate Casa de América (2009), es una valiosa introducción a la América Latina de inicios del siglo XXI. Es difícil no suscribir la idea central de Volpi: esta nueva Latinoamérica, donde han desaparecido las revoluciones y las dictaduras, donde se han desvanecido, finalmente, las utopías comunistas y las panaceas neoliberales, comienza a ser una región más normal, más aburrida, menos épica y, por tanto, más olvidable.
Volpi toma buena parte de su enfoque del inquietante ensayo Forgotten Continent. The Battle for Latin America’s Soul (2007) de Michael Reid y enfrenta, con razón, ese tipo de análisis, centrado en los dilemas institucionales y culturales de la política regional, a una larga tradición de la izquierda marxista, cuyo emblema sería Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, que ha entendido los problemas sociales y económicos de esta parte del mundo como meras consecuencias de la hegemonía atlántica de las potencias coloniales, en el pasado, y de la hegemonía mundial de Estados Unidos en la actualidad.
Como un Tocqueville al revés, Volpi constata la melancolía y el tedio que invade las nuevas democracias latinoamericanas. Los nuevos caudillos carecen de la aureola redentora de un Cárdenas, un Perón o un Vargas y los nuevos revolucionarios, que no han hecho revolución alguna, invocan epopeyas cada vez más alejadas de los discursos y las prácticas del presente, como la independencia bolivariana o las guerrillas guevaristas. “La súbita desaparición del típico dictador latinoamericano –dice Volpi- tiene como consecuencia la jubilación momentánea del típico guerrillero latinoamericano”.
Por su propio papel en ese fenómeno, vale la pena leer las páginas que Volpi dedica al cambio estético y político producido en la literatura regional en las dos últimas décadas. Con la caída del Muro de Berlín no sólo se vino abajo la poca influencia que le quedaba al realismo socialista sino que el “realismo mágico”, lo “real maravilloso” y otras estrategias “barrocas” y “neobarrocas” de escritura se vieron severamente cuestionadas como sublimaciones literarias de tradiciones y costumbres autoritarias. El dictador y el guerrillero se habían vuelto tan exóticos y, a la vez, tan “latinoamericanos” como Remedios la Bella o los bebés con cola de cerdo.
Los estereotipos narrativos, construidos en torno al boom, además de empobrecer una literatura heterogénea –“de la noche a la mañana, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar fueron asimilados al credo mágicorrealista. Autores tan diversos y excéntricos como Rulfo, Onetti, Cabrera Infante, Donoso e incluso Borges -¡Borges!- fueron leídos con los mismos lentes”- dejaron de ser una “categoría artística” y se convirtieron en una “etiqueta sociopolítica”: algo así como una variante sustituta del realismo socialista. Esas estéticas y esas políticas, sostiene el autor de El insomnio de Bolívar, tienen poco que ver con la América Latina que entra al siglo XXI.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El socialismo de Guiteras


El escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II ha escrito una notable biografía del revolucionario cubano Antonio Guiteras Holmes (Filadelfia, 1906-Cuba, 1935). Los libros de José Tabares del Real y Olga Cabrera, escritos a principios de los 70, siguen siendo útiles, pero están marcados por la acrítica asimilación de Guiteras al panteón heroico del socialismo cubano. La nueva historiografía crítica, interesada en eludir o diversificar ese panteón, no ha producido, hasta ahora, una nueva visión de Guiteras.
El libro de Taibo II, como cualquier otro del género biográfico o historiográfico, no escapa de la construcción de genealogías ideológicas. Pero a Taibo II no le interesa tanto vincular a Guiteras con el socialismo cubano como colocarlo, junto a Pancho Villa y el Che Guevara, en una tradición de la izquierda latinoamericana, no estalinista o prosoviética, en la que socialismo no es sinónimo de partido único, economía estatalizada, ideología marxista-leninista o ausencia de libertades públicas.
El Guiteras de Taibo II es un hombre de la Revolución del 33, con más contactos ideológicos y políticos con la Revolución Mexicana o el cardenismo que con el sistema político adoptado en la isla desde 1961. Esta aproximación libra su biografía de los clichés y estereotipos recurrentes en la historia oficial cubana. Aquí, por ejemplo, se habla de machadistas, auténticos y abecedarios, de Orestes Ferrara y Jorge Mañach, Carlos Hevia y Joaquín Martínez Saenz, Ramón Grau San Martín y hasta Fulgencio Batista, sin las caricaturas al uso que simplifican a esos actores del pasado con calificativos como “reaccionarios”, “burgueses” o “conservadores”.
La naturalidad en el trato con los sujetos del pasado es una ventaja de este libro, en comparación con los que se escriben desde el discurso afirmativo del régimen insular. Taibo II cita a decenas de autores exiliados y llega, incluso, a afirmar que “desde la historiografía en el exilio cubano, Guiteras ha sido apreciado por socialdemócratas, anarquistas y auténticos”, con lo cual reconoce la diversidad ideológica de ese exilio. Tampoco soslaya Taibo II las profundas diferencias entre Guiteras y el comunismo cubano de entonces y ahora, sus afinidades con el trotskismo y su resuelto antiestalinismo.
Es cierto que Guiteras, en el célebre Programa de la Joven Cuba y otros documentos, habló de una “ordenación orgánica de Cuba en Nación” –él, como Mañach, pensaba que Cuba no era una nación moderna- y de una “estructuración socialista del Estado”. Pero, ¿qué entendía Guiteras por socialismo? La respuesta se halla en el proyecto de “reforma económica, financiera y fiscal” que Guiteras trató de impulsar, primero, desde la UR y la Secretaría de Gobernación, y luego a través del Bloque Septembrista, la TNT y la Joven Cuba.
Ese proyecto consistía en una reforma agraria moderada, la nacionalización del subsuelo, el control estatal o municipal sobre algunos recursos estratégicos y servicios públicos, estimulación y fomento de la pequeña y mediana empresa privada de capital nacional, formas cooperativas de producción, legislación laboral avanzada y un Estado con verdadera capacidad de recaudación fiscal y gasto público en educación y sanidad. En ningún momento el “antimperialismo” de Guiteras se traduce en partido único y apuesta siempre por una “descentralización administrativa” en el ámbito doméstico y una “diplomacia americana” en el externo.
El aspecto más frágil del libro de Taibo II, y que apenas se insinúa en las primeras y las últimas páginas del libro, es aquel en que intenta identificar ideológicamente a Antonio Guiteras con el Che Guevara, que sí fue comunista. Pero aún en esos pasajes, Taibo II no suscribe los tópicos habituales del discurso oficial cubano. Guiteras aparece en este libro como lo que fue: un nacionalista revolucionario, enemigo de dictaduras y dependencias, crítico del estalinismo y el imperialismo, de la injerencia norteamericana y de la soviética.